En febrero del 2009 viajé a México sin equipaje, era la primera vez que lo hacía, olvidé incluso mi diario -el cual habría podido meter en mi bolsa de mano-, fue así como me sentí ligera y me vi frente a una hoja de papel en blanco esa noche sintiendo que se trataba de la escena central del cuento de Kawabata: sin palabras. El muchacho loco mira las hojas blancas en el hospital donde ha sido internado, es lo único que puede tener, no le dan lápiz o pluma porque temen se lastime. Él, antes de enloquecer escribía y enviaba sus escritos al maestro que ahora está imposibilitado de escribir a causa de un derrame cerebral. Lo imagino ahora mirando las hojas (que yo misma miro) solo, confinado al lugar donde las palabras se han ido. La madre lo visita y al darse cuenta de esta ausencia empieza a contarle historias en voz alta como si las leyera en esas hojas blancas, como si él las hubiera escrito; esto anima al hijo que también cuenta las suyas y las palabras se tejen sin saber realmente quién de los dos escribe.
Durante los períodos en que ella lee estos maravillosos textos él deja de estar loco porque ambos caen en un estado de tranquilidad en el que la vida vuelve. La historia se construye, el silencio habla; los lazos familiares rompen el hechizo de la locura.
Pero este es un cuento dentro de otro cuento en que la hija del escritor enfermo se ha sacrificado por su padre (como una Antígona) y habla con un joven escritor que los visita sobre los efectos que este cuento escrito por su padre ha tenido en ella. La hija al leerlo tiene la idea de escribir por él. Ella tiene la intención de revivirlo escribiendo lo que su padre le ha contado en tantos años de vivir juntos.
El escritor viejo al enviudar, decide no volver a casarse porque su hija se ofrece a ir a vivir con él para cuidarlo. Él tiene en cambio aventuras amorosas que le cuenta a su hija, de esto es lo que ella quiere escribir como si fuera él, ella quiere darle voz a su padre. El escritor joven a quien ella le habla de sus planes se horroriza con la idea de la continuidad y opina que ella sería una buena escritora pero lo que ella escribiera sería de ella, no del padre.
Y hay otra historia entretejida en estas dos: la de la mujer fantasma. Entre el pueblo donde habita el escritor joven y la casa del escritor viejo afectado por el accidente vascular cerebral hay varios kilómetros y se cuenta que al pasar por el crematorio en el camino de regreso al pueblo, una mujer suele subirse a los taxis para ser transportada en silencio al lugar donde nació. La mujer fantasma cuya imagen no se refleja en el espejo, aparece de pronto en el asiento trasero, ella viaja en silencio, sin palabras.
El cuento además de ser bellísimo me hizo reflexionar sobre la transmisión del psicoanálisis que en tanto experiencia subjetiva tiene que dar vueltas, tejerse y pasar de uno a otro, o de uno a otros por caminos no habituales, subjetivos también.
El paciente habla y la hoja en blanco se escribe en mí que leo ese texto construido al alimón en otro escenario: ¿quién es el autor?
La advertencia de este pasaje inter-subjetivo (o más bien trans-subjetivo) es lo que lo distingue del chisme donde el que cuenta pretende excluirse del mensaje.
El cuento nos cuenta que no es posible lavarse las manos. Finalmente es Kawabata quien firma, es él quien se hace cargo de las consecuencias de su escritura y, el que lo lee, en este caso yo, asume sus propias consecuencias.
Carmen Tinajero
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