jueves, 2 de diciembre de 2010





























¡Qué cerca está el encierro de las palabras!

Recientemente compré el libro Varias especies de animales extraños cubiertos de piel jugando en una cueva con un pico mientras Richard Dadd observa desde un calabozo de Bethlem, de Jeremías Marquines.

Lo compré sólo por el título y la palabra Bethlem, porque se trata de una visón desde ahí, desde ese manicomio inglés que encerró la mirada de un tal Dadd a la que Marquines le puso palabras. El título es loco, increíble, por eso fue imprescindible para mí leerlo.

Hace tiempo que tenía ganas de escribir poesía loca, de pedir prestadas las palabras a los locos y usarlas para construir su verdad. Tomar sus palabras como las piezas de un carro, como los ladrillos de un edificio que no son nada si no se juntan unas con otras.

El libro habla de los testigos de la verdad que se relacionan entre sí, habla de las cosas que acompañan a los locos y cobran vida para transportar las palabras que de otra manera no tendrían a donde ir. Se trata de las hileras de hormigas, de los árboles y del viento que se cuela por las hendiduras de ese Bethlem sin ventanas, sin sol. Se trata de los recuerdos que se revuelven y apelmazan unos con otros. Se trata de lo imposible de olvidar que insiste una y otra vez. Se trata del sexo y de la muerte que fueron azuzados por las drogas y  fragmentan los cuerpos taladrando las neuronas cada día. El loco encerrado en Bethlem ha unido el coño con la cabeza y al padre que ha matado con la amante que lo ha hecho vivir. ¡Imposible le dice a la madre! tú no existes y se acurruca en sus senos que no cesan de dar leche y tiene frío, el frío que ha cercenado su vida aunque tenga la idea de haber sido niño y de haber sido hombre.

El loco de Bethlem vive colgado de ese hilo delirante y terrible, vive de haber sido, vive de orgías y aquelarres; vive de haber matado y de haber sexuado. Vive loco, vive muerto por haber matado.

¡Que cerca están el sexo y la muerte!

¡Que cerca están los padres y los hijos del amante!

¡Que cerca está el encierro de la vida!

¡Que cerca están los locos de la pulsión!

¡Qué cerca está el encierro de las palabras!

¡Que cerca está lo absurdo de lo bello!

¡Que cerca está el día de la noche!

¡Que cerca está la locura de la realidad!

¡Que cerca está lo lejos de lo cerca!…

Siento que el libro de Marquines de manera extraña habla de mí. Jeremías tiene apenas dos años más que mi hijo mayor, me aterra su juventud y sus palabras me llenan también de miedo, sé que vive y eso es bueno, olvido cada palabra suya después de leerla porque tiene la fuerza de la locura y allí mi memoria no responde, sin embargo creo entender que advierte sobre el peligro de los colores y sobre los ojos que cerrados ven; nos previene sobre el peligro de creerse alguien, de los deseos; de ser. Sabe que las cosas no son lo que parecen, que lo pájaros cantan a deshoras, que los labios cortan cuando simulan besar; sabe que el silencio es musical y es necesario; sabe que no es fácil pintar un rostro humano.

No trataré de traducirlo ni de entenderlo, pero sí de atrapar la imagen que aparece en mi alma como revelación de sus palabras: es el hombre en la cárcel, de paredes obscuras que hace al poeta clamar por un lápiz y un papel.

Después del libro trato de imaginar la pintura de Richard Dadd (¡Se apellida Dad: papá!) the Fairy Feller Master- Stroke,  expuesta en la Tate Britain de Londres, y pienso que  tal vez  nunca vea el cuadro original, eso no me preocupa, lo aterrador es lo que el hombre es capaz de hacer al hombre, me preocupa la distancia del amor, el malentendido y la irremediable transgresión. De pronto sé que vivo en una isla de bienestar y la angustia sobreviene cuando advierto que  soy parte de la hilera de hormigas que cruzan sin cesar el camino de la mirada de Richard Dadd quien se ha tragado la cabeza de su padre.

Carmen Tinajero psicoanalista, miembro de la elp


La "O" por lo redonda

Se puede enseñar lo que no se sabe? Cuando uno hace esta pregunta la respuesta casi inmediata es “no”. Son pocos quienes se detienen a reflexionar un poco en el asunto, que buscan algún ejemplo para mostrar la posibilidad de enseñar algo que uno mismo no domina o definitivamente ignora. La idea según la cuál el conocimiento se transmite desde una persona que lo posee hasta otra que lo recibe es dominante en nuestra sociedad, a pesar que desde hace varias décadas se pregona: el conocimiento se re-crea en cada estudiante y el profesor es “solamente” un facilitador, un promotor o coordinador de la actividad académica. En los hechos el discurso constructivista se ha quedado en eso: en discurso. 
Esta concepción de la educación como transmisión de conocimientos ocurre tanto en aquellos cuya profesión es enseñar como en los supuestos destinatarios de dicha enseñanza. Por ello se considera que si los estudiantes no aprenden es porque el maestro no les transmitió los conocimientos, no les explicó bien. El papel del estudiante se muestra entonces pasivo, receptivo.
No obstante, la idea de un maestro capaz de ignorar aquello que enseña y ser de todas maneras –y precisamente por ello– un buen  maestro no es nueva. En 1818 un profesor de nombre Joseph Jacotot fundó el método emancipador de enseñanza universal cuando impartió un curso de literatura francesa a estudiantes de la Universidad de Lovaina quienes sólo hablaban holandés mientras que él sólo hablaba francés. Con ello, Jacotot descubrió para sí mismo que la enseñanza no estriba en la explicación sino en la voluntad de aprender. 
Su método se basa en tres premisas: 1) todos los hombres tienen igual inteligencia; 2) cada hombre es capaz de instruir; 3) todo está en todo. 
Con base en el tercer principio, su estrategia era dar a un estudiante un objeto del cual tuviera alguna referencia previa y que posibilitara su análisis. Por ejemplo, una plegaria. Cualquier estudiante conocería el Padre Nuestro. Más aún, cualquier padre analfabeta conoce dicha oración. De tal manera que por repetición, imitación, comparación, el estudiante puede mostrar al padre las palabras, la forma de las letras, la gramática, la semántica y, finalmente, la cultura misma. 
El trabajo del padre es entonces alentar al hijo para encontrar las relaciones entre los estímulos plasmados en la oración impresa. Cualquier padre puede enseñar, no por el efecto de transmitir un conocimiento, sino por la exigencia de prestar atención a un objeto de estudio, por la solicitud de una explicación descubierta. Este es el sentido del segundo principio del método de emancipación intelectual: cada hombre es capaz de instruir, lo cual,  a su vez da sentido al primer principio  en el cual plantea que todos los hombres tienen igual inteligencia, pero se diferencian en su voluntad para usarla. 
En el ejemplo citado, podemos encontrar que cualquier muchacho puede descubrir la primera palabra de la oración impresa: Padre. No pude ser otra. No necesita que alguien se lo informe, sino que alguien se lo pregunte. Que alguien le pida encontrar las relaciones entre los elementos, en este caso, entre los caracteres plasmados sobre el papel. 
Desgraciadamente el método no ha proliferado, por lo menos no en las escuelas, lo cual no es casual. La institución escolar se ha encargado de convencer a los estudiantes –y a la sociedad en general– que para que haya aprendizaje debe haber un maestro a quien  subordinarse, sin el cual nadie puede aprender. Un maestro quien debe saberlo todo.  “Bueno, nadie puede saberlo todo”, dirán los maestros, sólo para agregar casi inmediatamente: “pero por lo menos hay que saber más que el alumno”. 
Es en esta lógica subordinante que la escuela promete el conocimiento, pero impone como requisito la aceptación de la propia incapacidad intelectual, de la necesidad de ayuda por parte de un conocedor. Si quieres aprender debes hacer lo que el profesor te indique, no otra cosa ni de otra manera. Un día, por ejemplo en la graduación de la escuela primaria, escucharás el discurso del  maestro o de otro compañero que te dirá: “Hoy termina una etapa en la que hemos superado muchas dificultades, pero el camino continúa…”. En otras palabras, ya no eres el ignorante estudiante de la primaria. Ya has superado esa fase. Ahora eres el ignorante de la escuela secundaria, que superarás al subordinarte a otros maestros, en un ciclo que se repite constantemente hasta el pos-pos-pos-doctorado.
¿Qué otra opción te queda frente a este sistema que venera la explicación magisterial y termina por esclavizar tanto al maestro como al alumno? Desertar. Reconocer que no eres inteligente, que el conocimiento es para espíritus superiores y que tu lugar está entre los ignorantes, entre los nacidos para obedecer. Esta es la trampa. Una trampa que justifica la desigualdad social en la diferencia de las capacidades humanas. 
Es en esta aceptación de la desigualdad, de la diferencia de capacidades, de inteligencias, de “dones” naturales y congénitos, que muchos padres de familia, analfabetos a los que he tenido la oportunidad de entrevistar en torno a sus estudios y a las expectativas que tienen sobre la escolaridad de sus hijos explican: “yo nunca fui bueno para la escuela. Nunca pude aprender ni la O por lo redonda”. 
Con ello niegan lo que para Jacotot habría sido el principio de un gran aprendizaje: descubrir que saben lo que es redondo y que esa forma se usa para representar una letra. Lo demás hubiera sido solamente continuar por ese camino.

Miguel Angel Escalante, Docente y Dr. en Linguística

Un enigma

Uno de los primeros libros escritos por Álvaro Mutis y el segundo en caer en mis manos, fue un poemario de 1984 titulado “Los emisarios”. De ese volumen quedó girando mucho tiempo en mi imaginación el ala de una polilla desconcertante: como epígrafe pude leer el siguiente verso del poeta persa  Al Mutamar ibn Al Farsi: “los emisarios, esos que tocan a tu puerta, tú mismo los llamaste y no lo sabes".

Luego de ensayar varias salidas y haber olvidado el enigma por un largo tiempo, me construí una solución, la expongo ahora a la benevolencia del lector:

En francés carta se escribe lettre; en la Interpretación de los Sueños Freud hace patente la censura provocada por el inconciente sobre el material onírico que contiene mociones de deseo incompatible con el dormir, las más de las veces se trata de un material opuesto al Yo conciente del sujeto, en todo caso, el aparado psíquico (Freud dixit) deforma aquello que más desea sin saberlo el sujeto, lo desfigura para crear un compromiso entre lo prohibido y la imagen idealizada que el soñante tiene de sí mismo; el resultado es una serie de imágenes alucinatorias a las cuales llamamos sueños. Estas imágenes plásticas Freud las compara con la escritura jeroglífica egipcia.

Freud en el clímax de su más célebre sueño ve ante sí escrito con caracteres gruesos todas las letras de la palabra Trimetilamina; en ese momento lanza la conclusión de que los sueños son realizaciones de deseo. Esa palabra debía interpretarse con las libres asociaciones del soñante; la trimetilamina es un producto de la descomposición de sustancias orgánicas, pero para Freud significaba un compuesto integrante del semen. El sueño de la “inyección aplicada a Irma” termina leído deficientemente por Freud quien concluye que realmente debe tener el sentido de sacarse la culpa por haber errado el diagnóstico de su paciente Irma, es decir, de haberla señalado como histérica cuando en verdad padecía una tremenda infección de los cornetes nasales fruto de una mala cirugía hecha por W. Fliess, amigo íntimo de Freud. Hoy sabemos que la palabra trimetilamina figuraba en el sueño de Freud sus deseos sexuales no advertidos hacia su paciente; ello es comprensible pues, aunque él poseía la Piedra Rosetta (sus asociaciones libres) necesitaba de otro (un analista tal vez) que se la hiciera visible, no podemos escapar solos de la misma censura que creó el sueño.   

Los sueños son  emisarios entregándome cartas (lettres) escritas con las letras de mis más ignorados deseos y soy incapaz de leerlas sólo.

Angel Pereyra, Mto. en Filosofía

La impronta de la imprenta

Tenía, creo yo, 8 años cuando tuve mi primer acercamiento con las letras. Este acercamiento fue al corazón mismo de ella: La imprenta. Mi padre me llevó a una, me parece, que iba a recoger un trabajo, no sé bien. No diré de manera cursi que el aroma de la tinta es el aroma más exquisito que he olido en mi vida a la manera de Zabludovsky, sí diré, acaso, que el ver el lugar donde se armaban los libros (que ya empezaban a formar parte de mi) causó una impronta que me ha marcado hasta el día de hoy. La imprenta como sinónimo artesano del saber, preámbulo del conocimiento masivo que cambió la manera de interactuar del mundo. Inmersos, como diría Mclluhan, en la Galaxia Gutenberg, han llegado hasta nosotros voces diversas de personas que se nos antojan tan lejanas. Gracias a la imprenta podemos traer a nosotros gente interesantísima, ¡Que hubiera sido de mis reuniones con amigos si no nos hubiesen acompañado los grandes autores! Claro que tema de plática habría, pero definitivamente no sería tan interesante y enriquecedor y polémica la velada.

Aún puedo verme caminando por aquella imprenta, aquella enorme imprenta, ¡la más grande del mundo! Tenía 8 años y era la única que conocía, eso la hacía la mejor. Caminar por sus espacios flanqueados por pilas de libros y hojas de papel sueltas, con ese aroma irreconocible inundándolo todo al igual que el ensordecedor ruido fue uno de mis mejores paseos hasta ahora. Hoy, al ver la biblioteca de mi casa, no puedo dejar de pensar en el origen de todos esos libros. Sin importar su autor, editorial, precio, todos comparten un pasado en común, fueron paridos en una imprenta, antes de eso, eran hojas sueltas, bits de información almacenados en alguna computadora, fue su llegada a la imprenta la que les otorgó la cualidad de libros. Literatos, hombres de ciencia, sabios, todos encuentran en el libro la plataforma, el podium, para ser escuchados. Cada vez que compro un libro siento el mismo placer de cuando inicio una conversación, sé que el libro algo me dirá, quiere ser escuchado y cuestionado, una promesa de una buena lectura es la  invitación a una deliciosa charla. Alguna vez, alguien me dijo: “cuando oigo que un hombre tiene el hábito de la lectura, estoy predispuesto a pensar bien de él”. Estoy de acuerdo con ello.

Este escrito pasará indudablemente por la magia de la imprenta, para salir, no en formato de libro, más sí en revista, plataforma con el que no comparto todos mis afectos, sin embargo por esta ocasión no tomaré en cuenta mi sentir negativo, para dejarme llevar por el hecho de que compartimos, la revista y yo, un común denominador: la imprenta, ese espacio artesanal que la creó y que de niño me marcó, sin saberlo, el camino.

Oscar Contreras, Mto. en Diseño Gráfico y Semiótica


A propósito del lenguaje

La gramática –aquella que proporciona sentido desde la fórmula enclavada sujeto-verbo  es engañosa y seductora, pues en una aseveración como “yo pienso” aparece un sujeto voluntarista que ejecuta una acción con pleno uso de conciencia y, claro está, de voluntad. Esta ilusión gramatical fue lo que inspiró la certeza de Descartes de que “yo” es el sujeto de “pienso”, cuando más bien es los pensamientos que vienen a “mí”: en el fondo, la fe en la gramática simplemente transmite la voluntad de ser la causa de los pensamientos propios. Nada más ilusorio que eso, ya que el sujeto lejos de hacer ejercicio libre y pleno de su voluntad resulta pensado, a saber, pensado por el lenguaje; es decir, no hay un hacedor detrás de la acción.

El sueño, el lapsus y el olvido nos muestran que el sujeto no es amo y señor en su propia casa. El amo es aquí el lenguaje: condición para el ser. Es le lenguaje aquél que proporciona todas las ficciones fundacionistas que apoyan la noción de sujeto.

Todas las categorías psicológicas -el yo, el individuo, la persona-  se derivan de la ilusión de identidad sustancial. Pero esta ilusión regresa básicamente a una superstición que engaña no sólo al sentido común sino también a los filósofos, a saber, la creencia en el lenguaje y, más específicamente, en la verdad de las teorías gramaticales. 

El sujeto, el yo, el individuo son tan sólo falsos conceptos, pues transforman unidades ficticias en sustancias cuyo origen es únicamente una realidad lingüística.

Daniela Hernández, Mta. en Teoría Psicoanalítica

Oda a la tipografía

http://www.madrimasd.org/cienciaysociedad/poemas/poesia.asp?id=4

Pablo Neruda, poeta

El suicidio, una forma de morir

(2da. y última parte. La 1ra. parte la encuentra en la edición anterior)
Las cifras del suicidio golpean a las entidades federativas de nuestro país, ayer era el Estado de Coahuila, México; luego fue el Estado de Puebla, México, más tarde Guadalajara, y más tarde… Esas estadísticas se lanzan sin pudor  como un fenómeno deportivo, señalando qué ciudad, estado, provincia, colonia o municipio ocupara el primer lugar. La estadística del suicidio es un instrumento empleado por disciplinas que estudian el fenómeno. Subrayamos dos hechos: en la estadística no hay seres humanos que cometieron suicidio sólo hay números; en esos números se borra, la vida del suicida y las vidas de los sobrevivientes. La estadística sólo opera con y entre números, los humanos no cuentan. Los censos de mortalidad y los programas de salud dejan de lado la historia de vida y la debida de cada suicida: su origen, su entorno y sus sobrevivientes.
Los estudios sociológicos añaden a los números una lista de las causas atribuidas  como origen o fuente del acto: drogadicción, crisis económicas, desempleo, desintegración familiar. Estamos ante una búsqueda de sentido que no interroga al acto  que muestra esas causas. Un suicida singular puede ser interrogado, sobre las causas preguntamos: ¿Serán esas? ¿Será tan sencillo? Si así fuera, ¿Cómo explicar la existencia de suicidas en sociedades con alto grado de integración familiar, de bienestar económico, con tasas altas de empleo? Cómo dar cuenta de la reiteración de accidentes mortales en las carreteras acaecidos cerca del siguiente anuncio: Maneja con cuidado tu familia te espera. La pobreza extrema es invocada como otra causa, si así fuese, cómo explicar la baja tasa de suicidios en sociedades paupérrimas como Sri Lanka, según un reciente estudio revela que su población es una de las más felices del planeta.
Las estadísticas del suicidio borran la historia de cada suicida, pretensión posmoderna de ocultar la muerte: se supone que mientras más anónima –sin personas- más sería factible romper el nudo de la vida con la muerte. Ante las bombas en el transporte colectivo de Londres, Inglaterra (2005), las autoridades y el conjunto de los mass-media internacionales nos atiborran con una consigna: La vida sigue. Sigamos con nuestras actividades cotidianas: ir al trabajo”[2]. George W. Bush cuya formación intelectual y perspicacia está fuera de toda duda arengaba a los americanos tres días después del 11 de septiembre: Salgan de compras, vayan a los centro comerciales.
Karl Menninger  en Man against himself (1985), fundador de la clínica homónima en los EE.UU., allí denunciaba que el suicidio no es estudiado caso por caso para evitar tocar un tabú: la muerte. El autor sostuvo arduas discusiones con su editor para mantener el término “suicidio”, en la tapa de su libro. Suele ser “más sencillo” atribuir causas generales a los suicidas que estudiar en detalle una pregunta lacerante: ¿Cómo es posible que tal o cual –niña/o, adolescente, adulta/o o anciana/o- ponga fin a su vida? Una vida que, consideramos, “debería” ser su “bien” más preciado. Miguel de Unamuno advertía en Del sentimiento trágico de la vida: No hay nada más menguado que el hombre cuando se pone a suponer intenciones ajenas. Quizás, el saber que algunos suicidas nos ofrecen contiene una verdad  difícil de recibir: su vida no era preciada para él, a tal punto que morir  era menos doloroso que seguir viviendo. Esto habría que estudiarlo caso por caso, toda generalización respecto de hechos humanos es -en el mejor de los casos- algo peor que un exceso, es un abuso, en este caso, para colmo cometido contra quien ya no está. El suicida ya no está, ya no habla, sin embargo ya  escribió con “su” acto y eso hace hablar a los otros, a los sobrevivientes, cuyo lenguaje y cuya palabra conviene dejar correr, es decir, generar condiciones para que se hable de eso.
Sigmund Freud y Jacques Lacan, así como nuestra práctica cotidiana cuando recibimos analizantes, permite hacer nuestra una constatación de Epicuro: La muerte no nos afecta, ya que, mientras vivimos, no está, y cuando sobreviene, ya no estamos nosotros. El acto suicida es una herencia para los otros: el entorno familiar, las amistades, el círculo de amistades, su sociedad. Sólo al leer la forma en que ese acto nos toca tendremos condiciones para que la carta de cada suicidio sea descifrada. Así como enfrentar el misterio de una cifra que nos atormenta, lo queramos o no: la cifra del sentido y sinsentido de ese acto absoluto. Eso permitiría dar una salida a los afectados. 
Leer el acto suicida, uno por uno es una  vía que el psicoanálisis deja a disposición de los afectados, así quizás saldrían de su tristeza y el  dolor por la puerta por donde entró  a sus vidas. De ahí que algunos analizantes logran efectuar el suicidio del objeto y abandonan la posibilidad de ser el objeto de un suicidio.  
El doliente, decía Freud, sabe a quién perdió (una hija, una esposa, una mujer amada, una amiga, un amigo, un padre, una madre, un perro) pero su interrogante doloroso es que no logra construir un saber que le indique qué cosa perdió en esa pérdida absoluta. Quizás, no perdió nada, solo se trata de fabricar algo que el agujero de esa ausencia ofrece. Abordando ese interrogante se podrá soslayar la cantidad de “conocimientos” con que los “especialistas” taponan la posibilidad  de hallar una respuesta vivible para quien resulta afectado. 
Los deudos de un suicida, así como los de cualquier otro muerto, son la base para constituir una Sociedad de defensa contra el Conocimiento. Los conocimientos profesionales impiden el sufrimiento, bloquean los caminos del deseo para seguir viviendo de otra manera.
Clara Recio, periodista de Saltillo, Coahuila, México escribió Otro Angulo: De vida o muerte, su crónica la transcribimos tal cual: “Durante la noche del lunes al martes de esta semana, Elizabeth se tomó cien pastillas de Clomazepan y dos cajas de Captopril, se introdujo una pañoleta en la boca, se ató un cordón al cuello, y se cubrió la cabeza con una bolsa de plástico negro. Murió. Tenía 18 años, era la única hija de un matrimonio que vive de la pensión de mil ochocientos pesos mensuales que cobra el padre parcialmente invalido, más dos mil quinientos pesos quincenales que cobra la madre como vigilante en el IMSS[3]. Elizabeth quería estudiar en la Normal Superior para luego trabajar como maestra para que sus padres vivieran con menos estrecheces. Presentó el examen de admisión y no alcanzó una plaza. El de Elizabeth es uno de los dos suicidios de jóvenes estudiantes ocurridos en cinco días por el mismo motivo en la Ciudad de México.
Leo sólo un aspecto: la determinación de morir. La joven tomó pastillas -un camino, a veces, poco efectivo-, luego añadió una pañoleta en la boca, y por último, una bolsa de plástico de color negro (¿Habrá sido una bolsa para los residuos?). Esa secuencia escribe algo: su decisión era irrevocable, una vez impuesta ni siquiera Elizabeth tendría ocasión de detenerla, no era una actuación, era un acto irreproducible. 
Una decisión absoluta arroja dudas  sobre la prevención. La solicitud de “prevención” se hace también presente en las otras formas de morir mediante la queja de que algo se debió haber hecho o alguien debió haberlo hecho, incluido el quejoso. Esa solicitud supone que alguien debería –los médicos, el Estado, la educación, los padres, la sociedad, el superviviente- tener una potencia tal que evitaría el desenlace al cual nuestras vidas están destinadas. 
La determinación que se le impuso a Elizabeth –imposición semejante a cómo se imponen ideas, sueños, lapsus, proyectos o palabras a cualquiera- tiene un sesgo: asistimos a la muerte de una vida no realizada de una joven de 18 años ¿Quién y cómo se hará cargo de realizarla? Quizás varias de las propuestas que se hacen en estos casos señalan un intento de  responder. Se dice que fue uno de los dos suicidios de jóvenes causados por el mismo motivo. ¿Cuál? Por no haber pasado el examen, no alcanzo lugar. Notemos que no es lo mismo reprobar un examen que alcanzar un lugar. La nota toma, como semejante, el lugar de Elizabeth, cómo hija, cómo joven, cómo ella y el lugar que no alcanzó en la universidad. ¿A qué se debe, en este caso y sólo en él, que ambas series hallan aplastado el cuerpo de Elizabeth anticipando con esa muerte un lugar al que ya estaba destinada como viviente? ¿Cómo un examen parcial de conocimiento se constituyó –si esa fuera la causa- en el todo absoluto que solo la muerte le permitió quitárselo de encima? ¿O estaremos ante una vida inviable? 
Estos interrogantes permiten localizar  una advertencia lanzada por por Wittgenstein en el Tractatus lógico-philosophicus: El mundo del hombre feliz es un mundo diferente al del hombre  infeliz. De la misma manera, en la muerte, el mundo no cambia, sino que acaba ¿Cómo un examen acabó con Elizabeth cuando su vida parecía aún no realizada? ¿Y si era una vida para no realizarse? ¿Cómo es factible algo así?
[2] Estas proposiciones parecen destinadas a indicarles a los “terroristas” que aún es poco lo que hacen, ¿se les hace una “demande” de más explosivo?
[3] Instituto Mexicano del Seguro Social –IMSS. La lengua  de la calle juega con esas siglas: Interesa Madre Su Salud. La crónica no lo dice pero un policía del IMSS, la madre referida lo era, suele cuidar los depósitos de medicamentos.

Alberto Sladogna, psicoanalista, un miembro de la École lacanianne de Psychanalyse (elp)

Hablando del asquito de Emilio

A quienes regularmente escribimos para esta revista se nos ha invitado a reflexionar sobre “la letra” (whatever that means).  Por unos días acaricié la intención de comentar la huella que han dejado en mí los testimonios de algunos escritores sobre su pasión o compromiso sobre la escritura, o tal vez exponer públicamente  los motivos por los que escribo (que no son siempre los mismos). Pero una vez más la  vida cotidiana me atrapó, y no podía dejar de subrayar el “asquito” que dice el Gobernador tapatío le producen los matrimonios entre personas del mismo sexo.
Como bien se sabe, pues circuló en diversos medios y aún se puede ver el video en youtube, durante la inauguración de la Cumbre Iberoamericana de la Familia organizada por la Iglesia Católica,  el Gobernador Emilio Gonzales declaró: “Para mí, matrimonio sí es un hombre y una mujer, qué quieren, uno es a la antigüita y uno es así. Al otro todavía, como dicen, no le he perdido el asquito”. 
Me parece que estas palabras dan cuenta con mucha claridad de la actitud de su grupo político (el PAN) respecto de aquello que no encaja en su visión de sociedad. Es significativo también  que a la solicitud de organismos nacionales e internacionales para que  México reconociera y conmemorara el 17 de mayo como “Día nacional de lucha contra la homofobia y la transfobia” tal cual se celebra en otros países,  el ciudadano Calderón Hinojosa haya respondido promulgando esa fecha como “Día de respeto y tolerancia a las preferencias”. Nótese que el cambio de nombre no solo perpetúa e invisibiliza la homofobia y transfobia, sino que además envía, al igual que el asquito de Emilio, un claro mensaje: para los panistas y quienes los apoyan, las preferencias y diferencias son algo a tolerar. Tolerar, de acuerdo al Real Diccionario de la Lengua Española:
Verbo
1. tr. Sufrir, llevar con paciencia.
2. tr. Permitir algo que no se tiene por lícito, sin aprobarlo expresamente.
3. tr. Resistir, soportar, especialmente un alimento, o una medicina.
4. tr. Respetar las ideas, creencias o prácticas de los demás cuando son diferentes o contrarias a las propias.

¿Cuál de las cuatro acepciones sería aplicable a este “Día del respeto y tolerancia a las preferencias”? Un posible indicador: Si bien el día mundial de lucha contra la homofobia y transfobia justamente conmemora la fecha en que la homosexualidad dejó de ser considerada una enfermedad mental y salió de los manuales de psicopatología, los panistas y el clero, a contracorriente de la psicología,  siguen empeñados en curarla. Recientemente la revista Proceso reveló que de 2008 a la fecha, Emilio González ha otorgado 1 millón 600 mil pesos a la organización católica “Valora”, la cual realiza talleres y retiros para “sanar” la homosexualidad”. Tengo la impresión de que para él, como para muchos panistas, la homosexualidad es algo a “tolerar” de la misma manera como se tolera un dolor de muelas mientras llega la hora de extraerla. “Tolerar las diferencias” es una conducta xenofóbica, el “Día de la tolerancia” avala el “asquito” de Emilio y de muchos. 
Después de redactar esto, creo reconocer un motivo por el cual escribir en Contrafirma: subrayar el absurdo cotidiano. Es absurdo que un Gobernador diga abiertamente que algunos ciudadanos le dan asco o que  haya un día “de la tolerancia” en vez de un día de lucha contra la homofobia; es absurdo que las mujeres vayan presas por tener un aborto espontaneo, es absurdo que se criminalice a los jóvenes, o que el país viva un baño cotidiano de sangre. También es absurdo que derramemos petróleo en el mar y que México ocupe el primer lugar en obesidad infantil. Es absurdo y lo vemos con naturalidad.
Moisés Hernández, Mto. en Filosofia

La letra por la vista entra

"¡Qué muchacho tan letrado!”, dije aquel primer día de clases en la universidad cuando vi entrar al último joven del grupo, quien, apresurado, miraba el reloj y dejaba caer hojas, gomas y lápices en su trayecto. Todos me observaban confundidos, sorprendidos, tal vez desconcertados. Y no era para menos. ¿Cómo podía el profesor emitir un juicio así si era la primera vez que tenía contacto con el alumno? Observé a cada uno de reojo y, luego, una sonrisa pícara se dibujó en mi rostro, para después, señalando al muchacho, aclarar: “me refiero a sus hojas llenas de bocetos, de letras, de ensayos tipográficos”. Muchos soltaron la carcajada y no faltó alguno que puso cara de “qué payaso”, valga la expresión. En verdad, en esas hojas había una gran cantidad de letras de todos tipos, donde las serif, sans serif y script predominaban. Se notaba que detrás de ellas había un arduo trabajo de investigación y exploración.Después de este peculiar inicio me puse de pie y expliqué. En el diseño, en el diseño gráfico, la letra es determinante, pero no sólo sirve para informar sino también para expresar a nivel visual. La letra a la que me refiero tiene su propio ADN y se denomina tipografía. No es lo mismo una Times que una Helvética o una Frutiger, como tampoco es lo mismo una orquídea que una rosa o una azucena. En el diseño editorial, así como en el logotipo, en el envase y en el cartel la letra es básica. Si bien fue concebida para organizar textos escritos o impresos a partir de una correcta arquitectura sintáctica y semántica, también forma parte de la composición y espíritu de la idea gráfica a comunicar. El diseñador ve, debe ver a la letra como algo más que un código escrito del lenguaje; tiene la obligación de conocerla a fondo y recurrir a ella según las circunstancias y necesidades del trabajo encomendado. Una inadecuada elección tipográfica puede alterar el sentido del mensaje y afectar su interpretación, dando al traste con la máxima más importante del diseño gráfico: la forma sigue a la función. Imaginemos que debemos construir un logotipo que exprese amabilidad y recurrimos a una letra de trazos duros y terminaciones puntiagudas; sin duda, el receptor entenderá algo muy distinto: agresión, pues su subconsciente así lo traducirá, debido a los referentes icónicos con los que ha crecido. Dichos referentes podrían ser un cuchillo, una lanza, una flecha o un trozo de cristal, por dar algunos ejemplos. En cambio, si elegimos una tipografía cuyas formas son orgánicas; es decir, curvas y fluidas, la esencia del mensaje se entenderá con facilidad, habrá congruencia. Hice una breve pausa y me dirigí nuevamente al grupo. Les pedí que con una letra de cualquier familia tipográfica construyeran un mensaje abstracto: amor, odio, alegría; el que quisieran. Una vez más, la cara de desconcierto destacó en el colectivo. Noté tal nivel de angustia que decidí ser menos parco en mi solicitud. Aclaré: “quiero que analicen la forma de cada letra y, con base en ella, estructuren un mensaje simple. Aquí es donde entra en juego lo que han aprendido en semestres anteriores, en sus clases de psicología de la línea, signo, semiótica y psicología de la forma. La síntesis será la gran protagonista. Echen a volar su imaginación”. Mientras trabajaban (y pensaban, creo) comencé a recorrer los escritorios, mirando por encima del hombro de mis “entusiastas” discípulos. Los lápices se movían rápido, ágiles; algunos dibujaban garabatos sobre el papel y otros eran mordisqueados y babeados, como si las soluciones fueran a emanar de las muelas. Pasaron treinta minutos y les pedí que se detuvieran, que nos mostraran a todos lo que habían hecho. Varios, los menos, continuaban con la misma expresión de confusión absoluta y uno que otro seguro pensaba “¿para qué me metí a esta clase?”. De pronto, el joven que había llegado tarde levantó la mano. “¡Profe, encontré la letra perfecta para expresar deseo!”. Pasó apresurado al frente con la hoja en la mano y nos mostró una E, de la familia Futura, que había modificado, cuya corbata (parte central de esta letra) lucía notoriamente alargada, demasiado, diría yo. De entrada, sus compañeros no captaron el mensaje, mas bastaron unos cuantos segundos para que una sonora y colectiva carcajada se dejara escuchar hasta las aulas de enfrente, acompañada de frases como: “Te pasas”. “Estás enfermo”. “Deja a Manuela en paz”. Avergonzado, agachó la cabeza, escondió la hoja y se dispuso a regresar a su lugar. En ese momento lo detuve y dije, “este es un claro ejemplo del correcto uso de la letra, la síntesis, la comunicación, el diseño y la creatividad; sin una sola palabra el mensaje fue decodificado a la perfección; de lo contrario, ninguno se hubiera reído”. Tomé la hoja y la guardé. Al término del semestre el ejercicio gráfico de mi alumno fue colocado en la galería de la coordinación de la carrera de diseño gráfico de la universidad, con el siguiente mensaje: “la letra por la vista entra”. Esta vez el que soltó la carcajada fui yo.

Juan Carlos García, Lic. en Diseño Gráfico



El cuerpo letrado

(Remitirse a la edición impresa, digitalizada un poco más arriba, para tener el referente descrito en este texto)


Y también el sujeto, si puede parecer siervo del lenguaje, 
lo es más aún de un discurso en el movimiento universal 
del cual su lugar está ya inscrito en el momento de su nacimiento, 
aunque sólo fuese bajo la forma de su nombre propio.

Jacques Lacan, Escritos 1


Unos años atrás, el despacho de diseño inglés Taylor Lane ganó el Europe’s Premier Creative Awards (Epica) en la categoría de Publicaciones. Un facsimil, el más apropiado para este escrito, se presenta en la parte  superior. El creativo no fue el primero, ni será el último que construya con las letras, a la manera de un lego particular. Empero, el ingenio mostrado abre la puerta al cuestionamiento de qué tan lejos está la imagen mostrada de lo que consideramos la realidad. La sexy chica nos mira desde ceros devenidos a ojos, enmarcados por ondulados y sedosos ampersan, gustosos de ser acariciados, boca entre paréntesis y pezones rojos, tan rojos como pueden estar una c y una u, posiblemente avergonzadas, pero orgullosas de ocupar esa privilegiada posición.

El registro simbólico al que pertenecemos, producto del lenguaje, parece manifestarse en la anatomía de la modelo. Nuestros cuerpos, conformados por discursos, mantienen la ilusión de la unidad, ilusión que se ve objetada en la forma en que las palabras nos penetran. Cada palabra es un significante que llega al sujeto de una manera muy particular, distinta para cada uno y posiblemente distinta para cada ocasión, es la metonimia de la cadena significante que la hace infinita y hermosa. Pero parece que no tenemos muchas opciones, la particularidad de estar inscritos en el lenguaje nos ubica en un terreno simbólico, al margen del real. Nuestra mano, por ejemplo, al momento de nombrarla, la simbolizamos y vemos sólo un significante, no la mano en sí, el objeto se destruye ¿Cuál es el poder de la letra que se encuentra instalado en cada uno de nosotros y crea nuestra singularidad?  ¿Qué es esa cadena de palabras que describen mi mundo, mundo que resulta obscuro para el otro?

Las letras corpóreas de nuestra modelo le dan forma: cabello, brazos, rostro, están moldeados por letras, pero nosotros no vemos letras nada más, vemos una mujer, un juego entre fondo y forma nos introduce y saca de esta ilusión. Con el cuerpo real pasa algo no muy distinto. La palabra nos moldea a gusto. A manera de aves inquietas, las palabras me rodean, pero no cualquiera de ellas, sólo las de mi lengua materna. Podrán llegar muchas palabras en diversos idiomas, pero la lengua materna me seguirá hasta la muerte. Derrida, escribe en El Monolinguismo del otro

Me siento perdido fuera del francés. Las otras lenguas, las que más o menos torpemente leo, descifro, en ocasiones hablo, son lenguas que no habitaré jamás.

En una cita poco afortunada, nuestras lágrimas quizá fueron precipitadas por un adios antes de tiempo. Si fueramos como la modelo tipográfica, las lágrimas posiblemente podrían constituirse con letras u, a manera de gotas, tal y como los emoticons de un joven reflejan la tristeza en un mensaje de texto. La palabra adios, en un contexto determinado, puede representar ausencia, dolor, pérdida. La palabra adios nos puede llevar de un momento de pesar, manifiesto en el llorar, hasta la muerte misma. ¿Cómo es posible que una palabra logre eso? Y lo és. Dar cuenta de la realidad o de nuestro cuerpo mismo fuera del lenguaje, es querer crear una metarealidad de lenguaje nuevamente, y así ad infinitum.
Dos cuerpos en un abrazo íntimo y pasional no debería de ser una imagen muy lejana de una caja de tipos móviles de imprenta colocadas al azar, ¡letras por todos lados! Todos los discursos están ahí, desordenados, pero presentes. En una caja de tipos móviles, que contenga todos los signos de nuestro abecedario, encontramos desde La Ileada, hasta El amor en los tiempos del cólera, pasando por las palabras y gemidos dichos y emitidos por la pareja, porque, si no es desde el lenguaje, ¿donde se encontrará la materia prima de lo que llamamos realidad? El asunto es ordenarlos y estructurarlos de manera coherente. Un cuerpo letrado no es, pues, una metáfora, es representar sobre el papel una construcción más apegada a nuestra carnalidad. Mirar El David, de Miguel Angel, es mirar la construcción ontológica que del ser se ha hecho. La fuerza de sus formas plasmadas en la piedra solo refleja la fragilidad misma de ese constructo. 

Tener glúteos firmes como paréntesis abiertos o muslos turgentes como letra l [ele] times italic, quizá no sea tan disparatado ahora.




Alejandro Ahumada, Diseñador y Psicólogo

Hache


A contrafirma le gusta complicar la escritura, es como si fuera una competencia a la creatividad o al quehacer literario, me siento como una hache, muda sin posibilidad de escribir siquiera una letra, y visualizo este texto con un sentido peculiar de mudez. No decir, no escribir, no sostener ninguna relación con el lector.

Una hache es un sin sentido, con el sentido ortográfico que la hace ser y existir. Este texto existe porque usted lo lee. 

Miriam Fuentes, Psicóloga