jueves, 2 de diciembre de 2010

El suicidio, una forma de morir

(2da. y última parte. La 1ra. parte la encuentra en la edición anterior)
Las cifras del suicidio golpean a las entidades federativas de nuestro país, ayer era el Estado de Coahuila, México; luego fue el Estado de Puebla, México, más tarde Guadalajara, y más tarde… Esas estadísticas se lanzan sin pudor  como un fenómeno deportivo, señalando qué ciudad, estado, provincia, colonia o municipio ocupara el primer lugar. La estadística del suicidio es un instrumento empleado por disciplinas que estudian el fenómeno. Subrayamos dos hechos: en la estadística no hay seres humanos que cometieron suicidio sólo hay números; en esos números se borra, la vida del suicida y las vidas de los sobrevivientes. La estadística sólo opera con y entre números, los humanos no cuentan. Los censos de mortalidad y los programas de salud dejan de lado la historia de vida y la debida de cada suicida: su origen, su entorno y sus sobrevivientes.
Los estudios sociológicos añaden a los números una lista de las causas atribuidas  como origen o fuente del acto: drogadicción, crisis económicas, desempleo, desintegración familiar. Estamos ante una búsqueda de sentido que no interroga al acto  que muestra esas causas. Un suicida singular puede ser interrogado, sobre las causas preguntamos: ¿Serán esas? ¿Será tan sencillo? Si así fuera, ¿Cómo explicar la existencia de suicidas en sociedades con alto grado de integración familiar, de bienestar económico, con tasas altas de empleo? Cómo dar cuenta de la reiteración de accidentes mortales en las carreteras acaecidos cerca del siguiente anuncio: Maneja con cuidado tu familia te espera. La pobreza extrema es invocada como otra causa, si así fuese, cómo explicar la baja tasa de suicidios en sociedades paupérrimas como Sri Lanka, según un reciente estudio revela que su población es una de las más felices del planeta.
Las estadísticas del suicidio borran la historia de cada suicida, pretensión posmoderna de ocultar la muerte: se supone que mientras más anónima –sin personas- más sería factible romper el nudo de la vida con la muerte. Ante las bombas en el transporte colectivo de Londres, Inglaterra (2005), las autoridades y el conjunto de los mass-media internacionales nos atiborran con una consigna: La vida sigue. Sigamos con nuestras actividades cotidianas: ir al trabajo”[2]. George W. Bush cuya formación intelectual y perspicacia está fuera de toda duda arengaba a los americanos tres días después del 11 de septiembre: Salgan de compras, vayan a los centro comerciales.
Karl Menninger  en Man against himself (1985), fundador de la clínica homónima en los EE.UU., allí denunciaba que el suicidio no es estudiado caso por caso para evitar tocar un tabú: la muerte. El autor sostuvo arduas discusiones con su editor para mantener el término “suicidio”, en la tapa de su libro. Suele ser “más sencillo” atribuir causas generales a los suicidas que estudiar en detalle una pregunta lacerante: ¿Cómo es posible que tal o cual –niña/o, adolescente, adulta/o o anciana/o- ponga fin a su vida? Una vida que, consideramos, “debería” ser su “bien” más preciado. Miguel de Unamuno advertía en Del sentimiento trágico de la vida: No hay nada más menguado que el hombre cuando se pone a suponer intenciones ajenas. Quizás, el saber que algunos suicidas nos ofrecen contiene una verdad  difícil de recibir: su vida no era preciada para él, a tal punto que morir  era menos doloroso que seguir viviendo. Esto habría que estudiarlo caso por caso, toda generalización respecto de hechos humanos es -en el mejor de los casos- algo peor que un exceso, es un abuso, en este caso, para colmo cometido contra quien ya no está. El suicida ya no está, ya no habla, sin embargo ya  escribió con “su” acto y eso hace hablar a los otros, a los sobrevivientes, cuyo lenguaje y cuya palabra conviene dejar correr, es decir, generar condiciones para que se hable de eso.
Sigmund Freud y Jacques Lacan, así como nuestra práctica cotidiana cuando recibimos analizantes, permite hacer nuestra una constatación de Epicuro: La muerte no nos afecta, ya que, mientras vivimos, no está, y cuando sobreviene, ya no estamos nosotros. El acto suicida es una herencia para los otros: el entorno familiar, las amistades, el círculo de amistades, su sociedad. Sólo al leer la forma en que ese acto nos toca tendremos condiciones para que la carta de cada suicidio sea descifrada. Así como enfrentar el misterio de una cifra que nos atormenta, lo queramos o no: la cifra del sentido y sinsentido de ese acto absoluto. Eso permitiría dar una salida a los afectados. 
Leer el acto suicida, uno por uno es una  vía que el psicoanálisis deja a disposición de los afectados, así quizás saldrían de su tristeza y el  dolor por la puerta por donde entró  a sus vidas. De ahí que algunos analizantes logran efectuar el suicidio del objeto y abandonan la posibilidad de ser el objeto de un suicidio.  
El doliente, decía Freud, sabe a quién perdió (una hija, una esposa, una mujer amada, una amiga, un amigo, un padre, una madre, un perro) pero su interrogante doloroso es que no logra construir un saber que le indique qué cosa perdió en esa pérdida absoluta. Quizás, no perdió nada, solo se trata de fabricar algo que el agujero de esa ausencia ofrece. Abordando ese interrogante se podrá soslayar la cantidad de “conocimientos” con que los “especialistas” taponan la posibilidad  de hallar una respuesta vivible para quien resulta afectado. 
Los deudos de un suicida, así como los de cualquier otro muerto, son la base para constituir una Sociedad de defensa contra el Conocimiento. Los conocimientos profesionales impiden el sufrimiento, bloquean los caminos del deseo para seguir viviendo de otra manera.
Clara Recio, periodista de Saltillo, Coahuila, México escribió Otro Angulo: De vida o muerte, su crónica la transcribimos tal cual: “Durante la noche del lunes al martes de esta semana, Elizabeth se tomó cien pastillas de Clomazepan y dos cajas de Captopril, se introdujo una pañoleta en la boca, se ató un cordón al cuello, y se cubrió la cabeza con una bolsa de plástico negro. Murió. Tenía 18 años, era la única hija de un matrimonio que vive de la pensión de mil ochocientos pesos mensuales que cobra el padre parcialmente invalido, más dos mil quinientos pesos quincenales que cobra la madre como vigilante en el IMSS[3]. Elizabeth quería estudiar en la Normal Superior para luego trabajar como maestra para que sus padres vivieran con menos estrecheces. Presentó el examen de admisión y no alcanzó una plaza. El de Elizabeth es uno de los dos suicidios de jóvenes estudiantes ocurridos en cinco días por el mismo motivo en la Ciudad de México.
Leo sólo un aspecto: la determinación de morir. La joven tomó pastillas -un camino, a veces, poco efectivo-, luego añadió una pañoleta en la boca, y por último, una bolsa de plástico de color negro (¿Habrá sido una bolsa para los residuos?). Esa secuencia escribe algo: su decisión era irrevocable, una vez impuesta ni siquiera Elizabeth tendría ocasión de detenerla, no era una actuación, era un acto irreproducible. 
Una decisión absoluta arroja dudas  sobre la prevención. La solicitud de “prevención” se hace también presente en las otras formas de morir mediante la queja de que algo se debió haber hecho o alguien debió haberlo hecho, incluido el quejoso. Esa solicitud supone que alguien debería –los médicos, el Estado, la educación, los padres, la sociedad, el superviviente- tener una potencia tal que evitaría el desenlace al cual nuestras vidas están destinadas. 
La determinación que se le impuso a Elizabeth –imposición semejante a cómo se imponen ideas, sueños, lapsus, proyectos o palabras a cualquiera- tiene un sesgo: asistimos a la muerte de una vida no realizada de una joven de 18 años ¿Quién y cómo se hará cargo de realizarla? Quizás varias de las propuestas que se hacen en estos casos señalan un intento de  responder. Se dice que fue uno de los dos suicidios de jóvenes causados por el mismo motivo. ¿Cuál? Por no haber pasado el examen, no alcanzo lugar. Notemos que no es lo mismo reprobar un examen que alcanzar un lugar. La nota toma, como semejante, el lugar de Elizabeth, cómo hija, cómo joven, cómo ella y el lugar que no alcanzó en la universidad. ¿A qué se debe, en este caso y sólo en él, que ambas series hallan aplastado el cuerpo de Elizabeth anticipando con esa muerte un lugar al que ya estaba destinada como viviente? ¿Cómo un examen parcial de conocimiento se constituyó –si esa fuera la causa- en el todo absoluto que solo la muerte le permitió quitárselo de encima? ¿O estaremos ante una vida inviable? 
Estos interrogantes permiten localizar  una advertencia lanzada por por Wittgenstein en el Tractatus lógico-philosophicus: El mundo del hombre feliz es un mundo diferente al del hombre  infeliz. De la misma manera, en la muerte, el mundo no cambia, sino que acaba ¿Cómo un examen acabó con Elizabeth cuando su vida parecía aún no realizada? ¿Y si era una vida para no realizarse? ¿Cómo es factible algo así?
[2] Estas proposiciones parecen destinadas a indicarles a los “terroristas” que aún es poco lo que hacen, ¿se les hace una “demande” de más explosivo?
[3] Instituto Mexicano del Seguro Social –IMSS. La lengua  de la calle juega con esas siglas: Interesa Madre Su Salud. La crónica no lo dice pero un policía del IMSS, la madre referida lo era, suele cuidar los depósitos de medicamentos.

Alberto Sladogna, psicoanalista, un miembro de la École lacanianne de Psychanalyse (elp)

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