-¿Es una “obra gay”?-, le preguntamos al director de Mi nombre es Jasón, tengo 28 años; -¡no!, respondió con una sonrisa en el rostro pues sabía que su respuesta no nos sorprendía. Sin embargo eso nos llevó a cuestionarnos qué hacía una “obra no gay” en lo que muchos todavía conocemos como el Centro Cultural de la Diversidad Sexual.
Las dudas estaban lejos de despejarse mientras avanzaba la fiesta del estreno y los tequilas circulaban, preguntábamos a espectadores, reparto, productores y todo aquel dispuesto al análisis sobre la interpretación de algunas partes de la puesta en escena pero todos nos daban una respuesta diferente. Y entonces nos concentramos: ¿debíamos ver personajes travestidos o personajes femeninos en los coros?
Buscamos respuesta pero ésta no llegó pues, el contrato espectatorial no era claro. El teatro así como todas las artes performativas, desde un punto de vista general, establecen que la realidad es aquella que se presenta y representa en el escenario; y el espectador no debe cuestionar esta realidad a menos que errores internos la hagan inverosímil. ¿Debemos creer en aquello que no comprendemos?, ¿qué relevancia tiene el género de los personajes en una obra que no gira explícitamente en torno a ello?
Con esas dudas podemos pasar al oficio de la crítica. ¿Cómo se evalúa una obra de teatro? ¿guión?, ¿ejecución?, ¿dirección?, ¿producción?, ¿contrato? ¿Qué puede hacer el crítico cuando lo que observa falla en lo técnico pero entretiene y conmueve?
Oscar Wilde en el prefacio de El retrato de Dorian Gray apunta: “el crítico es aquel quien puede traducir en otras formas y/o materiales su impresión de las cosas hermosas”. Si esto es cierto, ¿debemos concentrarnos solo en los aciertos y olvidar los errores de aquello que pretendemos criticar? ¿Todo es hermoso y nuestros defectos de carácter nos hacen ver algo diferente cuando nos enfrentamos a la necesidad de externar una opinión?
¿A quién le importa en realidad si una película se apega al libro de su origen?. El cuerpo de éste texto se compone principalmente de preguntas, las cuales no es conveniente responder, vivimos en la post-modernidad y lo queer está de moda; la imposibilidad de construir una teoría general a partir de la realidad de individuos concretos es algo con lo que hemos aprendido a vivir. Disfrutar del teatro se vuelve cada día más difícil cuando el oficio de la crítica se convierte en vicio y buscamos hasta el más mínimo error para sentir que tenemos un poco de poder. Existen ocasiones en que solamente debemos dejarnos llevar a ese mundo donde nosotros no existimos y el universo no es tal más allá del escenario; el show debe continuar, y la vida también. Cuando las luces del teatro se encienden somos expulsados, cual neonato a través del canal de parto, del mundo al que apenas fuimos invitados; y ya que existimos, es tiempo entonces de ver atrás y encontrar cualquier error para que así, en comparación, nuestro mundo sea más hermoso.
Un lugar para cada cosa, y cada cosa en su lugar. Esa es la invitación que hoy te hago, ¡ve al teatro y acepta que tu no existes ahí!, no te preguntes si la obra es buena o mala; si es “gay” o no; si es comedia, drama o musical; si los actores son buenos; si el guion tiene errores; si la vas a recomendar... no te preguntes nada. Una obra de teatro dura en promedio 90 minutos, olvida que existes durante ese tiempo; después tendrás toda una vida para criticarla.
Pablo Herrera
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