miércoles, 1 de junio de 2011

La locura ecocida

La locura ecocida, último libro del Dr. Luis Tamayo, se subtitula “ecosofia psicoanalítica”, indicando con ello que no se trata sólo del recuento pormenorizado de las catástrofes ambientales en las cuales la humanidad se ha metido hasta el cuello, sino también de la exploración de aquel ámbito íntimo del Ser que encadena al hombre a guerrear contra la naturaleza, es decir, contra sí-mismo.

La primera parte del libro contiene datos esclarecedores sobre la torpeza con la cual el ser humano ha explotado los recursos naturales. Podemos leer por ejemplo que “El hombre de la era industrial no se dio cuenta de que al extraer el petróleo de manera desaforada para utilizarlo para los más diversos asuntos (desde la generación de energía eléctrica hasta la refinación de gasolinas para automotores y demás máquinas, así como la fabricación de plásticos y otros productos) y colocarlo en la atmósfera y biósfera, lo que estaba haciendo era contravenir el acto más importante realizado por la naturaleza durante millones de años (si de generar vida se trata): el ya referido secuestro del carbono atmosférico. El Dr. Tamayo argumenta con datos fidedignos cómo la humanidad en su explotación irracional del petróleo se ha encargado de liberar en pocos años los dañinos gases de efecto invernadero que Gea (la tierra) capturó bajo tierra durante milenios.

También son consignadas en el libro las crisis contemporáneas respecto al calentamiento global, degradación de los suelos, sobrepoblación, enfermedades emergentes, descenso de la capacidad de regeneración de los ecosistemas, envenenamiento de la tierra, etc. Encontramos allí datos reveladores respecto a nuestra relación con el medio ambiente, por ejemplo que: dentro de los ya conocidos gases de efecto invernadero producto de la quema del petróleo, “no olvidar el recientemente denunciado Trifluoruro de nitrógeno, gas utilizado en la producción de pantallas de plasma y LCD de televisores y computadoras, el cual es 17000 más dañino que el CO2.”. Así mismo, hallamos en el apartado dedicado a la sobrepoblación una cita de T. R. Maltus “la población humana aumenta a una tasa geométrica, duplicándose cada 25 años más o menos si no encuentra obstáculos, mientras que la producción agrícola lo hace a una tasa aritmética, con mucha mayor lentitud”. Es decir que la reproducción humana irresponsable (los hijos que dios quiera) aunada a la deforestación y desertificación de los suelos (el Centro de Investigación en  Geografía Ambiental de la UNAM informó recientemente que para el periodo 1976-2000 la tasa de deforestación fue de 0.43% anual, es decir, 545 mil hectáreas por año, cifra similar a la que ocupa el Estado de Aguascalientes) eventualmente nos conducirán a una carestía alimentaria crítica. 

¿De dónde proviene la locura ecocida? “En los albores de la humanidad, sin embargo, la humanidad se vio conminada a separar al mundo de sí para poderse proteger de la muerte que ronda, indefectiblemente, en torno. Considerar a la naturaleza como una entidad ajena era la primera y más simple reacción para poder considerarla una enemiga y así justificar una batalla para defenderse de ella. Pero esa reacción, como ya vimos, nos ha conducido a la suicida destrucción de nuestro mundo.” En el segundo capítulo, Luis Tamayo argumenta que la locura ecocida está íntimamente ligada al nacimiento del hombre. A diferencia de los demás animales, el ser humano posee sistema simbólico, el lenguaje, el cual engendra la ficción del Yo, una entidad ilusoria pero al mismo tiempo integradora del cuerpo humano y “la mente”. El lenguaje realiza la imaginaria separación del hombre respecto a la naturaleza; propicia palabras capaces de nombrar el “afuera”, lo otro distinto a mi (Yo), es decir, concreta la ya mencionada distancia necesaria entre el hombre y su entorno: desde que puedo decir yo… forzosamente me separo de lo otro. El hombre no vive en un mundo de cosas sino en un mundo de palabras, habita en la ficción del lenguaje y eso lo vuelve ciego respecto a su indisoluble pertenencia a la tierra. Ciertamente esa ceguera fue útil para sobrevivir y lo es para mantener a raya a la angustia, la cual horroriza pues aparece toda vez que recibimos recordatorios de nuestra vulnerabilidad, de nuestra muerte como cualquier otro ser vivo en el planeta. En éste capítulo el autor, apoyado en Foucault,  también hace un recuento de las figuras históricas de la locura así como una valoración de la importante función social del loco. Proveniente de su formación en el psicoanálisis, el autor es claro en cuanto a ponderar la importancia de no oscurecer la locura con una visión psiquiátrica o patológica, más bien, nos indica que los síntomas son verdades a ser escuchadas y no a medicar. Verdades que de ser recuperadas por los hombres nos harán un poco más libres. Cierra el capítulo segundo con la identificación de dos tipos de locuras ecocidas: las de los activos, quienes crean empresas claramente nocivas para el planeta (refresqueras, curtidoras, manufactureras de pilas, unicel, agroquímicos tóxicos) y las de los  pasivos; de ellos dice: “El loco ecocida pasivo, por desconocer los procesos que generan los productos que consume, no diferencia entre aquellos que dañan el entorno -y a sí en consecuencia- y aquellos que lo respetan. En muchos casos, sobretodo en el tercer  mundo, los adquiere basándose solamente en el precio. El loco pasivo lo es por comodidad e ignorancia… pero eso no lo hace menos cómplice”.    

“El hombre actual […], no se muestra racional, sino más bien, apático, sin asombro, autoritario, alienado, racista. A dicha humanidad televisada se le han anulado el interés y la creatividad”.

El tercer y último capítulo nos habla en su extensión el profundo interés que el autor tiene en la “cura de la locura ecocida”. Con un análisis del mito de Dioniso, Tamayo nos muestra los efectos devastadores del desconocimiento de la verdad presente en el linaje del semidios. Un acto de repetición simbolizada y resuelta frente a Perseo, quien en lugar de responder al ataque guerrero de Dioniso, reconoció su divinidad negada (le construyó un templo en su honor), detuvo la locura destructiva de éste.  Amén de la imprescindible lectura del capítulo, cito la propuesta desprendida de él por el autor: “Quizás con la locura ecocida pueda seguirse un programa similar. En primer lugar es menester obrar como Freud y Perseo: en lugar de contraatacar, es necesario mirar hacia sí, curar la locura ecocida en nosotros mismos mediante una reincorporación lo más respetuosa posible con nuestro ecosistema y, gracias a ello recuperar, precursar la muerte”.

Proveniente de la filosofía de M. Heidegger, la noción de precursar la muerte implica, y esto es central para comprender las propuestas del capítulo, el reconocimiento de nuestra indisoluble pertenencia a la naturaleza, es decir, la sujeción a la muerte que afecta a toda creatura viva. Precursar alude también a las transfiguraciones subjetivas (ontológicas) efectuadas en el sujeto por la asunción y paso de la angustia inherente a la develación de la verdad.

Ésta acerca al pensador Heidegger a la asunción de los límites, a la renuncia voluntariosa por alcanzar su objeto (el Ser). Posterior a narrar los avatares que llevaron a Heidegger a precursar la muerte, Tamayo nos indica la actitud a la cual arriba el pensador merced al trabajo que ha dejado realizar en sí por la verdad, dice: “La serenidad (o “dejadez”, traducción menos literaria pero más literal) implica para Heidegger, una conversión de sí mismo, una renuncia a la voluntad, a la afirmación de sí, se trata: <<… de una trans-formación de la voluntad pro-positiva y legisladora en una no-voluntad acogida en el ámbito (Gegnet) de lo originario.>>”

EL libro de la locura ecocida es uno de esos textos indispensables cuando uno quiere saber en dónde está parado,  obliga al lector a mirar en torno y a mirarse así mismo con nuevos ojos, no sin inquietud, pues lo escrito en él no dejará tranquilo al lector, lo hostigará, de hecho. Tal como se decía de Sócrates, éste libro es un tábano molesto y doloroso que obliga a conocernos a nosotros mismos.

Angel Pereyra, Mto. en Filosofía

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