Es lugar común escuchar en charlas, radio o televisión: “se están perdiendo los valores”. A la vez que se hace llamado a retomar actitudes tradicionales y salvar a la sociedad, la familia y a los valores tradicionales. Es comprensible esa actitud si consideramos los acontecimientos de violencia, apatía social, tráfico y consumo creciente de estupefacientes, descrédito de las instituciones públicas del Estado y la constante exigencia sobre el individuo de más y más competitividad.
En muchos casos se implementan desde las ONGs, el Estado mismo (caso del municipio del Centro a través de su Coordinación de Valores) o las universidades, programas para recuperar, para rescatar nuestros valores. Sin denostar la legitimidad de tal pretensión, cabría preguntarse en primer término si las acciones emprendidas para realizar el rescate de los valores puede tener éxito y en qué sentido: ¿se pueden rescatar los valores?, ¿quién los secuestró?
Los valores no son cosas, no pueden tratarse sustantivamente, no son objetos. Valor es la palabra que utilizamos para apreciar o darle importancia a juicios, acciones o actitudes deseables en nuestras vidas; así, un litro de agua en Tabasco tiene poco valor si lo comparamos con la tremenda importancia que tienen ese mismo litro si vamos cruzando en caravana por el desierto de Baja California. El asesinato se considera despreciable si se comete como acto de abuso o depredación (las masacres de inmigrantes sudamericanos en México) pero tiene mejor recibimiento cuando se comete como legítima defensa (cuando el ejército da “golpes al crimen organizado”). Idealmente palabras como honradez, respeto, tolerancia, solidaridad, etc., suelen invocarse como ejemplo de valores, pero sucede que tales no ocurren de modo aislados sino en el contexto de acciones concretas y específicas de la vida humana individual y colectiva. Imagine a una persona que en todo momento dijera la verdad sobre lo que piensa, tarde o temprano se volvería insoportable para los que la rodean.
Los valores se cristalizan en la moralidad social, es decir, en las reglas que sigue una colectividad en la realización de ciertos valores comunes. “Desde su nacimiento, el individuo está inmerso en un mundo social que imprime en su comportamiento usos y costumbres establecidos y, en sus creencias e intenciones, preferencias consensuadas. Éstas se expresan en reglas, tácitas o proclamadas, cuyo cumplimiento permite la realización de virtudes aceptadas. El individuo sigue esas reglas, se adecua a las convenciones morales sin tener que ponerlas en cuestión.”(Villoro L. 2000, S XXI ed., todas las citas aluden a esta referencia). La formación del individuo lo imbuye en un mundo que le precede al nacer, lo nutre con reglas y costumbres que están muy lejos de su comprensión porque no aluden al raciocinio sino al “deber ser”, de ese modo, el individuo actuará teniendo como referencia aquellos comportamientos ponderados por la moralidad social que lo cobijó, no los analiza ni los critica, los acepta o se opone a ellos. “En el seno de la moralidad social existente, la persona adquiere las actitudes sociales que permiten una convivencia ordenada y una colaboración recíproca; hace coincidir sus impulsos egoístas con actitudes de beneficio a la colectividad. En la moralidad consensuada, sin necesidad de crítica, el individuo se socializa; al socializarse, desarrolla una dimensión moral.” Es decir, adquiere los valores (la moral) vigentes en la sociedad donde nace.
Como las colectividades cambian con el paso de la historia, las moralidades sociales también, de modo que los valores no desaparecen sino se transforman, cambian en función de las prácticas sociales implementadas por una colectividad viva. La forma en la que los miembros de tal colectividad “deben ser” va cambiando porque es la socialización y no la instrucción (educación formal) la que tiene mayor poder movilizador para que los individuos actúen, es decir, tiene mayor peso lo que un individuo ha llegado a “Ser” en el seno de determinada sociedad, que aquello que sabe intelectualmente.
La impresión popular de que “se están perdiendo los valores”, se comprende entonces si observamos que dichos valores tradicionales fueron los vigentes para nuestros abuelos (o padres en muchos casos). Los famosos “valores tradicionales” fueron aquellos que podían sostenerse gracias a una autoridad moral poderosa: La Iglesia, el Estado, los padres, etc., sin embargo, el mundo contemporáneo ha visto caer estos grandes referentes en cuanto a su capacidad de hegemonía social. Las maneras en las que los individuos debían “Ser” eran dictadas por estas instituciones y los sujetos no cuestionaban su autoridad. Hoy día la dinámica social es otra. Tenemos ahora unas colectividades marcadas por el vacío al cual han dado paso los derrumbes de las grandes figuras de autoridad. La proliferación de cultos y sectas, el “aburrimiento” generalizado, el exceso de productos y marcas ofertadas por televisión que prometen hacer la vida fácil, el drástico incremento de diagnósticos psiquiátricos, etc., son sintomáticos de una colectividad ávida de amos, de nuevos dioses que le digan cuál camino seguir. El “rescate de los valores tradicionales” es otro costado del mismo gesto desesperado, es la vuelta al paraíso perdido, a la sala de una película que ya terminó. ¿Qué película corre ahora?
Antes de emprender algún rescate, considero importante abrir los ojos a la situación presente; ¿a qué le está dando peso nuestra sociedad? La situación de descomposición (corrupción) social que atravesamos ¿está ligada al mercantilismo, al hedonismo, a la política, al sin sentido, al vacío inherente a la condición humana? Cualquiera sea la respuesta, debe estar mediada por la ética, es decir, por la reflexión y la crítica de la moral en turno. Por el ejercicio reflexivo de la libertad. No la entronización de nuevos salvadores sino la revisión seria de la moralidad social. Ésta tendría que remitirnos a las preguntas básicas ¿qué es el ser humano?, ¿hacia dónde queremos ir?
Angel Pereyra, Mto. en Filosofía
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