Los cuales después que perdieron el sentido de la conciencia,
se entregaron a la desvergüenza para cometer con avidez toda suerte de impureza.
Efesios 4:19, versión Reina-Varela
Custodiado por el aparato ideológico de la época, las categorías de lo diferente son fácilmente identificables. Foucault, en la clase del 22 de Enero de 1975 dictada en el Collège de France, delimita al monstruo humano, al individuo a corregir y al niño masturbador como los paradigmas sobre los cuales empezará a edificarse el concepto de lo anormal. El defectuoso, degenerado (el que no genera, el que no produce, el que no posibilita el proyecto social), el ostetum, constituirán los individuos que la sociedad requiere para fundamentar sus nociones de normalidad. Las categorías no son monolitos estáticos, por el contrario, sus límites se entrecruzan formando un sujeto dificilmente clasificable pero sencillamente marginable. El monstruo humano pasa de basar su monstruosidad física a una mostruosidad moral. No es ya el deforme deambulando por las calles o exhibiéndose como Julia Pastrana en un circo el referente, ahora es su calidad moral lo que lo segrega de lo social. Por otro lado, en la misma dirección, el niño masturbador (tan antiguo como la humanidad) se verá señalado por el moralíneo dedo social, apuntando directamente a sus genitales y a la inquieta mano que osa despertarlos de manera artifical de su letargo. Su actividad perversamente lúdica deberá ser corregida, encauzada y normalizada, interesante postura, siendo la masturbación (...) el secreto universal, el secreto compartido por todo el mundo, pero que nadie comunica nunca a ningún otro (M. Foucault).
El reconocimiento de la sexualidad por parte de la sociedad, el derrumbamiento de ideologías, la disolución del género y la resistencia al biopoder son algunas características del nuevo esquema social. Estos cambios producen desconcierto e inestabilidad en cuanto a la posición a asumir para con el cuerpo, ya sea el propio o el ajeno. Las metáforas fundacionales de lo humano se encuentran en una no cómoda posición de, por un lado, separarse del cuerpo y, por otro lado, fundar un nuevo modelo corporal. El monstruo humano, el original, nace en un vacio legal, lo mostruoso no encuentra su lugar con facilidad: el transexual, el enano, los individuos con, por ejemplo, dos cabezas, permanecen en un estado de incertidumbre en cuanto a su inscripción en lo social (en el caso de los bicéfalos, ¿un bautizo o dos?, pregunta Foucault). Así entonces, el niño masturbador da paso al adulto masturbador reconocedor de su actividad lasciva, cayendo entonces también en la categoría de monstruo moral. Es esta subcategoría altamente rentable en la industria del sexo: masturbadores compulsivos amparados en un performance, demuestran su gusto por esta actividad con todas sus variables. El sexo bajo las luces calientes (Playboy Channel, Inc.) resulta el encuadre donde el moderno monstruo moral y otrora niño masturbador encuentra su lugar, recibe reconocimiento profesional y económico. Empero, este espacio habitado por él representa además la valla limítrofe entre los unos y los otros, los monstruos morales y los normales. Pero, ¿no son los normales responsables de la derrama de los 14 mil millones de dólares que sostiene la industria porno? La fortaleza económica de esa industria se ampara en una doble postura para con el sexo. Los monstruos morales marturbadores son ávidos consumidores de una actividad que permanece en un estado de indesición, lo mismo que ellos mismos. Ese estar y no estar es una característica de la pornografía: velada a los menores de edad es ofrecida lateralmente a los adultos y ellos se acercan de espaldas evitando la identificación y esquivando la espada democliana pendiente sobre ellos. Monstruos morales masturbadores permanecen consumiendo, royendo películas, contenidos de internet y revistas desde las sombras de la madriguera social, acentuando su posición a-normal. Hablar de minorías o mayorías es presuponer desde la confianza que da la democracia, sin embargo, la particularidad de que el consumo de contenidos para adultos no sea endémico de un grupo social o una minoría nos puede marcar el camino sobre la insistencia de señalar parafilias ahí donde sólo se encuentra el deseo particular de cada individuo. El Estado visto como vendetta hacia el individuo es claramente mostrado en su postura para con el sexo. Las máquinas deseantes construidas por la sociedad son desarticuladas ya sea desde cualquiera de los dispositivos formulados para ésto. Por un lado tenemos un sujeto consumidor de productos o servicios sexuales, mientras que en sentido contrario las regulaciones morales y legales lo enfrentan a la sociedad y de rebote consigo mismo: el sujeto/monstruo consumidor cuestiona constantemente su deseo al no adecuarse al deseo masivo. Monstruos morales masturbadores caminan por la calle disfrazados de oficinistas, profesores, secretarias, profesionistas, empresarios, amas de casa o estudiantes. Mujeres y hombres anormales pueblan las ciudades, cuestionando el fundamento, entonces, de normalidad. El monstruo moral masturbador trata de introducirse poco a poco en el discurso de la cotidianeidad, esfuerzo de un Sísifo moderno donde los dispositivos tradicionales insisten en la reasignación de una posición que el sujeto no pidió ocupar. Dicho lo anterior, el compendio de Von Krafft-Ebing (Psychopathia sexualis) debe ser releido a la luz de un pensamiento no victoriano, permitiendo la metamorfosis inversa: de un monstruo moral a un sujeto reconciliado con su cuerpo. Finalmente, en un Estado habitado por monstruos morales masturbadores, ¿no la ausencia de hedonismo es un sintoma? Lo monstruoso cambia ahora de lugar, resignificando lugares desde la ontología misma.
Alejandro Ahumada,
Diseñador y psicólogo
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