Los vampiros actuales ya no son los de antaño. Adolescentes enfrascados en conflictos existenciales entre sus pares o perturbados por la relación ambivalente establecida con los humanos, dejaron de producir la sensación de terror y desasosiego con que nos recreábamos hace un par de décadas en la literatura, el cine o la tradición oral. De hecho, dejaron de ser monstruos.
La transmutación no es casual. En una sociedad en que lo monstruoso ha quedado del lado humano -como lo muestra con maestría Guillermo del Toro en El laberinto del fauno (2006)- los vampiros resultan estulticias. La lectura cotidiana de los diarios también lo confirma.
Los mitos en torno a seres sobrenaturales bebedores de sangre existen desde la antigüedad en prácticamente todas las culturas. Seres enmarcados por las creencias humanas que atribuyen a la sangre ser fuente de poderío vital o vehículo del alma, se recrean constantemente por el temor a la muerte y la fascinación por la inmortalidad y los bajos instintos. Pero tales creencias, temores y fascinación -como todas las cosas- también evolucionan, y con ello, los mitos.
Difundidos durante siglos por la tradición oral, los vampiros son seres malvados “muertos en vida”. Pueden ser creados mediante la posesión de un cadáver por parte de un espíritu malévolo o al ser mordido por otro vampiro. En tiempos remotos la creencia en tales leyendas fue tan habitual que en algunas zonas se registraron casos de histeria colectiva e incluso de ejecuciones públicas de las personas sospechosas de ser vampiros.
Con el cine y la literatura se desarrollaron algunos rasgos del vampirismo que matizaron su esencia monstruosa. En particular se atenuó su apariencia terrorífica a favor de una imagen más seductora hasta llegar al grado de ser atractiva, mientras que por otra parte, se privilegió la narración sobre el sentido de su existencia. Así, de ser malévolo, representante del mal y amenaza de la vida y de la humanidad misma, pasó a ser víctima de una maldición que lo condena al sinsentido, al vacío de una vida que no tiene final y que -por consiguiente- no le permite disfrutar ni valorar las vivencias cotidianas.
Esta humanización de los vampiros que los convierte en protagonistas -y no en villanos- de las narrativas contemporáneas contrasta con la vampirización de los humanos. Y no sólo de los personajes ficticios, sino de los de carne y hueso. De quien esto escribe y del lector también. Ya Ángel Pereyra (Contrafirma®, N° 1, Julio 2010) nos advertía que “la medicina moderna (…) nos ha robado la muerte”. ¿Qué mejor expresión que ésta para describir el vampirismo contemporáneo?
Presos de la angustia de vivir en un mundo convulsionado por múltiples tipos de violencia y la ausencia de referentes (lo que algunos llaman “pérdida de los valores”) nos vemos bombardeados por la promesa de juventud y vida eterna. La oferta es convertirnos en vampiros. La enfermedad y la vejez -sobre todo ésta última- dejan de ser procesos naturales para convertirse en los nuevos monstruos de nuestro tiempo. Y el mercado, exorcista por antonomasia de los demonios de la posmodernidad, nos ofrece la salvación: el consumo.
Gracias al consumo podemos “detener los efectos del envejecimiento”, “desaparecer esas terribles arrugas”, “bajar esos kilos de más”, “comer lo que desees sin consecuencias indeseables”, “eliminar el colesterol”, “detener la caída del cabello”, “(…) mantener su color natural y desaparecer las canas”, “recuperar la potencia sexual” (…) “como cuando tenías veinte años”, “beber sin los efectos del día siguiente” y tantas promesas más. Todo ello en poco tiempo y sin esfuerzo. Esos son los parámetros de una vida exitosa, sin consecuencias, es decir, sin muerte.
El camino a la inmortalidad vampírica no concluye con esto. Finalmente el consumo señalado -aparentemente- no le atañe más que al consumidor. Hay que apoderarse además de la vida de los otros, cual si fuéramos vampiros clásicos. Entonces hay que “ser los mejores”, “emprendedores líderes en el ramo”. Hay que aniquilar a la competencia y ser un triunfador. En caso contrario deberemos atenernos a la posibilidad de ser aniquilados.
Y ni qué decir de la posesión de otros cuerpos. De la insufrible batalla de encontrar un donador de sangre cuando requerimos de una operación, de la búsqueda de un órgano cuando el propio ya no nos funciona más, de la prisa por que la ciencia descubra el remedio para la diabetes, el SIDA, el cáncer, el Alzheimer. Pronto. Antes de que sea demasiado tarde.
Pobrecitos de los vampiros. Tan humanos y tan poca cosa. Preocupados por el amor mientras que nosotros, producto de nuestro tiempo y nuestras circunstancias, nos enfrentamos a la inmortalidad.
Miguel Angel Escalante,
Docente y Dr. en Linguística
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