La figura del zombi tiene sus raíces en el folklor vudú, pero sus rasgos mejor conocidos comenzaron a delinearse apenas en 1968 con la aparición de La noche de los muertos de George A. Romero, quien también filmó El amanecer de los muertos (1978), El día de los muertos (1985), La tierra de los muertos (2005) y Diario de los muertos (2008). Algunas de las características usuales de estos muertos ambulantes son los siguientes: devoran a los vivos, la sola mordedura produce la muerte de la víctima y su eventual regreso como zombi (aunque tanto en el cine de Romero como en algunas otras producciones cualquiera que muera se convierte en zombi aunque no haya sido mordido), solo pueden ser desactivados al golpearlos o darles un balazo en la cabeza. Además es frecuente que no se conozca la causa de su regreso desde la tumba, haciendo énfasis así en las reacciones humanas ante el peligro y lo desconocido.
Los cadáveres reanimados que atacan o devoran a los vivos no son un tema novedoso pero los zombis llevan la marca de la posmodernidad, en la cual se han resquebrajado las convicciones religiosas y las esperanzas en la ciencia, la democracia y la idea del bien. A diferencia de los vampiros, las momias o el monstruo de Frankenstein, y apartándose de su origen en el vudú, los zombis del cine y los comics no suelen ser producto de fuerzas sobrenaturales o de experimentos humanos; por tanto ningún ser racional (divino, demoniaco o humano) los ha creado o gobierna, simplemente existen y actúan por puro impulso. En el número 60 de la conocida historieta The walking dead, el doctor Eeugene Porter considera a las hordas de muertos ambulantes como “una fuerza más de la naturaleza”, a la manera de los tornados, los terremotos o las inundaciones; no actúan con lógica ni tienen una finalidad última. Esta ausencia de lo que llamaríamos “maldad” los hace diferentes de otros monstruos que a lo largo de los siglos nos hemos ideado para contrastarlos con la supuesta “bondad” humana.
Debido al abandono del tema clásico de la lucha del bien contra el mal (el héroe que derrota al monstruo), los zombis suelen ser sólo el ruido de fondo para las acciones de los vivos. En los 80 capítulos hasta ahora publicados de la saga en comics The Walking dead no hay grandes secuencias sobre el comportamiento individual o colectivo de los muertos ambulantes, menos aún alguna complacencia del dibujante en las escenas en las cuales atacan y devoran a sus víctimas. Lo que sí se explora cuadro por cuadro son las fronteras cada vez más difusas entre lo permitido y lo prohibido en el afán de los personajes por sobrevivir y sobrellevar la existencia, en un contexto en el cual ya no tienen que guardar las buenas apariencias que nos exige la sociedad. Según transcurre la historia los verdaderos monstruos se revelan en cada uno de los sobrevivientes, quienes llegan a provocar más muertes entre sus prójimos que los propios zombis: el pequeño Carl da un balazo al rival de su padre, un pueblo de refugiados se distrae arrojando forasteros a los zombis, Morgan Jones también arroja animales y hombres al zombi de su pequeño hijo en la ilusión de que el niño siga viéndolo como su padre, un ministro religioso rehúsa dar albergue a sus fieles en su Iglesia abandonándolos a su suerte, una mujer viuda se arroja para ser devorada para remediar su soledad, una pandilla al verse rodeada sacrifica a uno de los suyos para poder escapar, un pequeño grupo de hombres y mujeres incapaces de cazar animales capturan humanos para alimentarse de ellos y confiesan haber comenzado cocinando a sus propios hijos. “Nosotros somos los muertos ambulantes” llega a decir alguno de los personajes de la historia al percatarse con horror de las cosas que quienes sobrevivieron al apocalipsis zombi han sido capaces de hacer; aquí vienen bien las palabras de la chica rubia del Ensayo sobre la ceguera de José Saramago: “dentro de nosotros existe algo que no tiene nombre y eso es lo que realmente somos”. Así, en el género de zombis, el monstruo ya no es un ser sobrenatural sino lo humano mismo; la ficción del comic o el cine apunta a la ficción en la que usted y yo querido lector vivimos inmersos si ingenuamente creemos que existen los buenos y los malos, los normales y los anormales, los héroes y los monstruos.
El género de zombis también toma nota del hecho de que al igual que los muertos ambulantes, somos puro habito: vestimos de acuerdo a estereotipos, consumimos de acuerdo a las normas del mercado, actuamos de acuerdo a convencionalismos, creemos sin chistar en aquello que se nos ha inculcado (sea religión, ciencia, ideas de superación personal…), etc. Las películas de George Romero hacen mofa, entre otras cosas, del consumismo, la división de clases sociales, el patriotismo estadounidense…
También el cine queer ha encontrado atractiva la figura del zombi para denunciar la ridícula complacencia que tenemos con lo que llamamos normalidad. En Otto, or, up with dead people filmada en 2008 por Bruce LaBruce, uno de los personajes, Medea Yarn, quien se encuentra grabando una película “épica-política-porno-zombi en la que ha trabajado por años”, declara que sólo aquel a quien la sociedad señalaría como anormal es capaz de percatarse que la normalidad no es más que un estado de “zombificación”, en el cual las personas se limitan a seguir estereotipos y las normas del mercado. Parece entonces que para LaBruce el queer, rarito o paria, tendría entonces el privilegio de poder mirar con sospecha las convenciones sociales de la vida cotidiana, las cuales reducen a las personas a un automatismo en el cual además alegremente se complacen.
El estreno de la adaptación televisiva de The walking dead coincidió con mi encuentro con varios trabajos fotográficos sobre violencia, drogas y muerte, publicados en el sitio <www.zonezero.com>. Quedé muy impresionado ante algunas imágenes que retratan a los adictos como apenas un poco más que cadáveres casi animados languideciendo bajo los puentes de Tijuana; justo acababa de leer un reportaje sobre la creciente cantidad de personas que yacen narcotizadas en parques, calles y baldíos de las ciudades fronterizas como zombis. Sería muy fácil identificarlos a ellos con los muertos ambulantes privados de crítica y voluntad, pero ¿qué hay de la sociedad que de formas diversas genera estas condiciones de “zombificación”? ¿Y qué hay de las buenas consciencias que, creyéndose diferentes de estos “enfermos”, “malhechores” o “pecadores” se esfuerzan en promover valores fundados en no se sabe cuál quimera que simplemente hay que obedecer? Una vez más pienso en Otto, or, up with dead people: donde LaBruce pone en boca de Medea estas palabras:
“En una sociedad industrializada, la cual ha alcanzado un punto de bonanza, caracterizada por la producción, de bienes improductivos, dispositivos tecnológicos, desperdicio excesivo, planeación obsolescente, objetos de lujo, militarización excesiva, etcétera, cierta represión mayor y mucho más allá de aquella necesaria para avanzar culturalmente ha forzado a sus ciudadanos al trabajo redundante e innecesario, desde el cual el capitalismo ha sido predicado, ocasionando un efecto mortífero o estupidizante, una especie de estado zombi, resultando en la enajenación de las necesidades personales y sexuales. Una persona que funciona normalmente en una sociedad enferma, está ella misma enferma”.
Moisés Hernández
Mto. en Filosofía
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