jueves, 30 de diciembre de 2010

...y los maestros conocían todo, menos Simitrio





No hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás existió / Joaquín Sabina





Había una vez una escuela que prometía desarrollo personal y movilidad social para sus egresados. En ella cultivamos la ilusión de un final del tipo “y fueron felices para siempre”. Probablemente esta ilusión provoca que muchos traten de sostener, recuperar o resucitar algo que tal vez nunca existió, pero que recordamos con mucha nostalgia.

La escuela llamada tradicional nació en la época moderna y prevalece hasta la fecha, por lo menos como intento. Está vinculada al desarrollo de los estados nacionales en el siglo XIX, cuando la industrialización configuraba la esencia del desarrollo económico y político. Se consideraba un medio eficaz para la transformación sociocultural. No sólo tenía el encargo de transmitir cierto tipo de conocimientos, de corte científico-tecnológico, sino de generar expectativas de estilos de vida: hábitos de trabajo, de higiene, de diversión, de interrelación comunitaria. En fin, la escuela debía crear ciudadanos distintos.

Con este espíritu, el proyecto educativo nacional se contrapuso a un pueblo clasificado como pobre, ignorante y supersticioso. Por ello mismo, la pobreza y las desigualdades sociales se interpretaron como consecuencia de la falta de educación. Idea prevaleciente  hasta la fecha en el discurso político dominante.
  
Los maestros fueron los apóstoles de estas cruzadas educativas y como tales fueron tratados tanto por los diversos sectores de la ciudadanía como por las autoridades y lo que ahora llamamos “opinión pública”. Un ejemplo de ello lo podemos apreciar en la película Simitrio, estrenada en 1960 y proyectada por televisión con cierta frecuencia, especialmente el día del maestro. En ella, José Elías Moreno interpreta al maestro Cipriano, hombre cuya edad avanzada lo tiene al borde de la ceguera, quien -sin embargo- se ha ganado tal aprecio por parte de la comunidad que los pobladores se organizan para protegerlo de una supuesta jubilación obligatoria, motivada por su estado de salud y la consecuente incapacidad para ejercer la docencia.

El maestro Cipriano (San Cipriano, si me permiten aludir al tratamiento moral dado al personaje por el director de la cinta) lo sabe todo. Para dictar su clase a los seis grados de la escuela primaria memorizó todas y cada una de las páginas de los libros. Conoce a todos los del pueblo por el tono de su voz y su historia personal. Aconseja al cacique y presidente municipal sobre las decisiones correctas en torno a la familia. Ha convertido a todos los hombres del pueblo -ya que todos fueron sus alumnos- en “hombres de bien, honestos y trabajadores”. Su autoridad ética no tiene parangón. 

Lo único que no sabe es cómo tratar a Simitrio. No entiende los deseos o pretensiones de este alumno y su conducta traviesa, aunque altamente creativa. No encuentra los procedimientos para conseguir de este muchacho el comportamiento que se espera de un estudiante. Y la tarea para comprenderlo no es fácil, sobre todo si consideramos que el tal Simitrio es un personaje ficticio construido por el resto de los niños del grupo, quienes se aprovechan de la ceguera del maestro para jugarle infinidad de maldades, por demás ingeniosas.

Es importante hacer notar que los niños han decidido usurpar colectivamente la identidad de Simitrio apoyados en dos premisas: 1) a todos los estudiantes les gusta hacerle maldades a los maestros y; 2) a pesar de su debilidad visual, el profesor Cipriano puede “adivinar” quien hizo la travesura porque conoce bien a sus alumnos y lo que es capaz de hacer cada uno de ellos.

Después de cinco décadas de haber sido estrenada la película Simitrio y más de un siglo de esperar que la educación sea el motor del desarrollo social, no podemos sino constatar que el maestro puede saber mucho, pero eso no es suficiente. Según Freud existen tres profesiones imposibles, una de ellas es la de enseñar. Tal vez una de las razones de esa imposibilidad estriba en que la educación se imparte para construir el futuro y eso no lo puede conocer el maestro, ni nadie.

Pero justamente las ignorancias del maestro -y no sus certezas- producen el acto educativo. Entre estas ignorancias podemos mencionar tres: 1) el maestro no conoce los deseos del alumno, de hecho, la mayoría de las veces el alumno tampoco los conoce, por lo menos no para el futuro a mediano y largo plazo; 2) el maestro no sabe lo que la sociedad le depara al estudiante una vez egresado de la escuela y, en consecuencia; 3) el maestro no sabe cómo puede aprovechar el estudiante los conocimientos adquiridos. 

Estas incertidumbres, especialmente la primera, convierten a don Cipriano en maestro. Durante cuarenta años se dedicó a transmitir información de manera mecánica a niños de conducta predecible, cuya desviación de la norma era inmediatamente castigada y corregida, con el apoyo de los padres de familia. No es sino hasta la llegada de Simitrio -niño inquieto, impredecible, tolerante al castigo y de familia ausente- cuando el docente se apasiona por la enseñanza. Simitrio se convierte en su leitmotiv. El maestro no deja de pensar en él, es su pesadilla y su fascinación: lo admira. Entonces sueña a su alumno como un gran ingeniero, abogado o doctor. Por él se convierte en un maestro creativo. Prueba una estrategia tras otra hasta descubrir, al final de la película, que Simitrio es el espíritu albergado en el corazón de todos sus alumnos.

Ahora como nunca las escuelas están llenas de Simitrios. Los estudiantes simulan ser otros, falsifican tareas escolares tomadas de cualquier rincón del vago y los maestros se enfrentan cada día a conductas infractoras completamente ajenas a lo que antaño era una “travesura infantil”. Los alumnos no admiran, ni respetan, ni temen, ni les importa quién es el maestro. En ocasiones esto es recíproco. Ambos saben que sus respectivos futuros se construyen en otros espacios, no en la escuela.

Esa escuela prometedora que aseguraba una buena vida si le “echábamos ganas” ya no existe. Quienes crecimos con ella la extrañamos, no sólo porque allí vivimos infinidad de aventuras de nuestra infancia, sino porque perdimos la promesa de un futuro mejor.

Miguel Escalante, 
Docente y Dr. en Linguística

No hay comentarios:

Publicar un comentario