jueves, 30 de diciembre de 2010

Ya no seré feliz


La forma de vida contemporánea, impregnada por las incansables propuestas televisivas acerca de incontables aspectos de la existencia humana, privilegia ciertos valores y experiencias que, a diferencia de siglos anteriores, no se fundan en una moral trascendental o práctica sino, simple y llanamente en los caprichos del comercio. A decir del historiador de la muerte, Philippe Ariés, la sociedad industrializada del siglo XX operó un cambio respecto al gran tabú que la regía desde el siglo XVIII, el poder normalizador y las prohibiciones relativas al sexo pasaron su relevo a la muerte; en la sociedad contemporánea ya no son censuradas con tanto rigor las manifestaciones de la sexualidad, como sí las de la muerte. El sexo pasó de la represión a la exhibición y la desinhibición pública, en tanto las manifestaciones del duelo, la tristeza, la enfermedad, el pesimismo y la melancolía, se han vuelto incómodas; para cierto ideal de sociedad es preciso ser feliz a toda costa. Ariés ubica en los E. U. de principios del siglo XX el inicio de una actitud nunca antes vista en la sociedad, a la par de los avances en la medicina, la familiaridad con la muerte (por siglos las personas morían en sus casas tras un cierto ritual dramático que incluía la despedida, el perdón, las recomendaciones a la familia, etc., a partir del siglo XX comenzaron a hacerlo más y principalmente en el hospital, rodeado de médicos y fríos aparatos) se convirtió en repulsión, en evitación, en molestia. Si se analizan un poco los contenidos televisivos actuales y los estereotipos cinematográficos imperantes, podremos observar una constante incitación, casi hostigamiento, a ser feliz, a no manifestar signos de muerte (desánimo, tristeza, pesimismo, miedo).

Desde su cuño, la melancolía ha sido objeto desconcierto, Hipócrates, quien la bautizó así haciendo con ello alusión a que  en las personas melancólicas prevalecía la bilis negra más que los otros tres humores, describía casos donde ésta se hallaba mezclada con el frenesí y otros en los cuales precedía al delirio. En el siglo XIX se trató a los melancólicos como enfermos morales, es decir, su enfermedad se debía a su “mal comportamiento” o al de sus padres (degenerescencia, puede consultarse un capítulo entero de la Historia de la Psiquiatría de Quetel y Postel del FCE), así, se los duchaba con agua fría, se los mantenía ocupados y se les imponían trabajos constantes para evitarles pensamientos tristes. Su aparición simultánea con su opuesto ya había sido notada en la antigüedad, y en 1667 es presentada así por Willis como una de las cuatro grandes entidades nosológicas: “[…]  el frenesí, especie de furor acompañado de fiebre, y del cual debe distinguirse, por su mayor brevedad, el Delirio. La Manía es un furor sin fiebre. La Melancolía no tiene furor ni fiebre: se caracteriza por una tristeza y por un miedo que se aplican a objetos poco numerosos, a menudo a una preocupación única”.  Esta cercanía con otras manifestaciones mórbidas llevan a los famosos psiquiatras franceses del siglo XVIII a  clasificar a la melancolía como una de las vesanias (locuras), Pinel: “la melancolía, la manía, la demencia y la idiotez, a las cuales se añade la hipocondría, el sonambulismo y la hidrofobia” y Esquirol a su vez la incluye en la serie de manía, demencia e imbecilidad (Foucault, Historia de la locura en la época clásica). Por último, transcribimos la definición de melancolía aparecida en la Enciclopedia (siglo XVIII): “también es un delirio, pero un “delirio particular”, que gira sobre uno o dos objetos determinados, sin fiebre ni furor, en lo que difiere de la manía o del frenesí. Ese delirio con la mayor frecuencia va aunado a una tristeza insuperable, a un humor sombrío, a una misantropía, a una decidida tendencia a la soledad”.

Actualmente ya no se habla de melancolía en los ámbitos medico-psiquiátricos, su célebre lugar a sido ocupado por la depresión, palabra operativa, simple, descriptiva de síntomas observables, es decir, clínica. La depresión hace referencia a una forma contemporánea de clasificar a las llamadas “enfermedades mentales” en la cual se enlistan los signos de cierto comportamiento humano apartado de la norma, de lo que más se repite. La depresión mayor, como la llaman los manuales diagnósticos americanos,  se caracteriza por un cuadro en el cual se manifiesta un estado de ánimo triste y decaído, pérdida de interés por actividades placenteras, perdida de energía, ideas recurrentes de muerte o suicidio, insomnio, etc. Todo esto por lo menos durante dos semanas consecutivas. Al igual que la gran mayoría de las “enfermedades mentales” consignadas en dichos manuales, la depresión no tiene una causa específica; cuando aparece después de un duelo o una pérdida significativa la llaman reactiva, pero, cuando simplemente está allí sin justificación aparente suele decirse que es endógena. El problema de convertir a la melancolía, padecimiento humano, en enfermedad mental, radica en despojar al sufriente, a la persona de toda responsabilidad por sus síntomas, los cuales, desde el momento de establecerse un diagnóstico psiquiátrico dejan de pertenecerle al sujeto para convertirse en parte de un ente incorpóreo e impersonal llamado depresión mayor. El melancólico no encuentra sentido a la vida pero, convirtiéndolo en deprimido, resulta ahora que ello no es su culpa, no es que encontrara una verdad en la vida sino que ha sido “infectado” por la enfermedad de la depresión y por ello no es su culpa, no tiene nada que ver con  sigo mismo. Si a ello se le suma que las nuevas familias de medicamentos antidepresivos son capaces de modificar la química cerebral involucrada en la manifestación de las emociones, podemos decir que es posible robar la tristeza del melancólico. Los psicofármacos no curan la depresión puesto que “depresión” no es “algo” que el sujeto traiga inoculado (como sí ocurre con el virus AH1N1 en el caso de la influenza) y deba ser curado al igual que alguien se cura de la malaria por ejemplo; “depresión” es una palabra escogida para describir objetivamente los signos clínicos de una persona, los cuales, al repetirse estadísticamente configuran un cuadro típico al cual abusivamente se le llama enfermedad. ¿Por qué no recoger los signos clínicos de las personas enamoradas y llamar enfermedad psiquiátrica al enamoramiento?, ¿Por qué no hacer lo mismo con las personas en quienes se repiten constantemente signos de avaricia y ambición? Sencillamente porque la sociedad competitiva en la cual vivimos ve con buenos ojos a las personas emprendedoras y a los líderes que poseen dichas “cualidades”. Así también porque se aprecia en alto grado al enamoramiento y a su supuesto poder para hacernos felices. El paso de una cualidad a una enfermedad reside en el valor dado a ellas por la moral social en turno y no en realidades trascendentes e inmutables, menos en causas genética (ahora que el genoma está de moda).

No sostengo la inexistencia del sufrimiento sino la ciega repulsa dada al mismo por la sociedad contemporánea marcada por el tabú de la muerte, por la repulsa a admitir la falta, la castración, los límites, por un lado, y azuzada por la exigencia absurda a centrar el sentido de la vida en buscar la felicidad per se y a toda ultranza, desestimando con ello varias otras regiones de la experiencia humana tanto más valiosas que la felicidad ingenua estilo Disney (“...y fueron felices para siempre”) cuanto más indispensables. La vida es corta.      


     

Angel Pereyra, Mto. en Filosofía

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