Han transcurrido muchos siglos desde que se formalizó con Platón el nacimiento de esa práctica peculiar llamada filosofía. Nuestra vida contemporánea como hijos de un tiempo radicalmente distinto a la Grecia clásica, pareciera impregnada por muchas necesidades prácticas y sociales. Hoy día el hombre pos moderno (es decir, aquel que vive después de la modernidad marcada por el siglo de las luces, la física clásica, el racionalismo, la ciencia normal, etc.) se halla impregnado por una cultura que lo hostiga sin cesar con imperativos de competitividad, calidad, éxito, y, al mismo tiempo, se ve rodeado de un entorno hostil, peligroso, inseguro. No es un tiempo propicio para la filosofía. ¿Quién se dedica profesionalmente a ese ámbito tan poco redituable? Pocos ciertamente.
Preguntado por el sentido de una introducción a la filosofía en 1928, Martin Heidegger inicia con ese cuestionamiento su curso semestral en la universidad de Friburgo y nos participa de lo esencialmente ligado a la vida humana. En aquel tiempo también Heidegger era buscado en la universidad por estudiantes de diversas especialidades que, no sólo querían su título de ingeniería o especialidad sino también un certificado de haber cursado el diploma de filosofía con el gran filósofo; es decir, añadir un trapo más a su currículo.
La filosofía no es una ciencia ni una especialidad, no es un asunto de habilidad y técnica, ni un simple juego de ocurrencias indisciplinadas. Ha ocurrido que tradicionalmente se enseña filosofía en las universidades, no siempre ha sido así, se ha transmitido en las calles, en los pórticos, en las tabernas, en domicilios particulares pero, sólo con la pretensión de transmitirla a la gran población es que se ha optado por incluirla en la currícula universitaria. Pero allí está y es en ese espacio en el cuál el filósofo de Friburgo la propicia.
Introducir a la filosofía implica que de algún modo nos encontramos fuera de ella, sin participar en absoluto de ella y, por tanto, necesitamos de otro para introducirnos en ese ámbito ajeno. Pero si deseamos introducirnos allí es porque conocemos algo de filosofía, porque no estamos totalmente en blanco ¿podemos querer algo absolutamente desconocido y radicalmente ajeno a nosotros? Por ello entonces algo ya está en nosotros de la filosofía, al menos en un sentido de preconcepción. “Aún cuando no sepamos nada de filosofía, estamos ya en la filosofía, porque la filosofía está en nosotros y nos pertenece y, por cierto, en el sentido de que filosofamos ya siempre.” Todo el tiempo estamos filosofando, aún sin proponérnoslo, constantemente lo hacemos pues ser hombres, existir como hombre (hombre y mujer por supuesto) implica filosofar. “El animal no puede filosofar, Dios no necesita filosofar. Un Dios que filosofase no sería Dios porque la esencia de la filosofía consiste en ser una posibilidad finita de un ente finito.”
Para filosofar se necesita entonces de límites, de un tiempo siempre agotándose, de la muerte. En la medida en que nos preguntamos por el sentido de nuestras vidas y qué hacer con ellas, filosofamos. Allí participamos ya de la filosofía, ciertamente no del todo pues aún es menester “poner en marcha el filosofar”. Heidegger para referirse al ser humano usa la expresión Dasein que resulta compleja de traducir por las connotaciones que permite en alemán y que se pierden al reducirlas a un solo término en castellano. “da” con minúscula significa allí o aquí y, “sein” significa ser. Al unirlo y escribirlo con mayúscula, hace referencia al “ser que somos cada uno de nosotros en éste momento”. Se vuelve un sustantivo con movimiento, somos cada uno de nosotros en todo caso.
Nuestras vidas corren tranquilas y sin sobresaltos mientras no sepamos nada de nuestros límites y vulnerabilidades, paradójicamente, es con la finitud que se posibilita la aparición del límite, del reloj con la cuenta regresiva, sin duda ello trae a nosotros a la angustia y, si no la ignoramos con pastillas u otras adormideras, podríamos “encontrarnos”. Duro trance.
Así que poner en marcha el filosofar significa avocarnos con prisa a la pregunta por el Ser, ¿quién soy, qué sentido tiene vivir en un mundo como éste, qué quiero y con quién, que quiero para mí? Estas y otras preguntas sin consuelo son abiertas en el corazón del sujeto cuando el filosofar está en marcha. A Sócrates lo consideraban sus contemporáneos como un tábano molesto, un bicho que obligaba a despertar, alguien alejado de las preocupaciones “normales” de sus conciudadanos; por ello no era fácil estar cerca de él. Tenía la ingrata costumbre se preguntar aquello que uno prefiere no pensar ni preocuparse por.
Finalmente, Heidegger apunta que, estando alerta del peligro del subjetivismo, es preciso hacerse radicalmente la pregunta por la verdad del sujeto. “Y así, hay una gran verdad en la exigencia que ya la filosofía antigua planteaba: (gnothi seautón), conócete a ti mismo, es decir, conoce lo que eres y sé aquello como lo que te has conocido. Este autoconocimiento en tanto que conocimiento de la humanidad en el hombre, es decir, en tanto que conocimiento de la esencia del hombre, es filosofía, y está tan lejos de la psicología, el psicoanálisis y la moral que, ciertamente, no podría estarlo más.”
Angel Pereyra, Mto. en Filosofía
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