domingo, 1 de mayo de 2011

Un cadaver que goza de mucha salud

Desde finales del siglo XX con Nietszche se habla de la muerte de Dios y ahora que está en boga lo que se ha dado a llamar “posmodernismo” esa idea ha sido desarrollada con los trabajos académicos que tratan sobre la caída de los metarrelatos, de los sostenes del funcionamiento social de la modernidad; uno de ellos por supuesto, la figura de Dios. Ésto en teoría implicaría la renovación de nuestra manera de pensarnos y de estar en el mundo, la invención de nuevas formas de humanidad que dejando atrás los lastres del pensamiento occidental, pudieran abrirse a la novedad de los nuevos tiempos.

 Por otra parte, la primera década del nuevo milenio ha venido a contradecir ésta idea de renovación y de caída de los metarrelatos, particularmente de la idea de Dios. Los enterradores de Dios han cantado muy pronto sus himnos fúnebres, pues en los albores del siglo XXI el cadáver que pretendían entregar al polvo de la historia se les ha levantado de la tumba, demostrando gozar de cabal salud. Desde la tragedia de las Torres Gemelas, vemos la fuerza a veces espeluznante que aún tiene la divinidad en la vida de las sociedades; más allá de los intereses económicos en juego, las guerras y actos terroristas de los últimos años en el mundo han sido en gran medida por guerras de religión.

Veo signos de la salud del supuesto difunto en muchos ámbitos de nuestro mundo posmoderno y globalizado: los dólares siguen circulando con la leyenda in god we trust (“en Dios esperamos”),  los presidentes del país más poderoso  del orbe siguen jurando sobre la biblia al iniciar su mandato; en nuestro país los prejuicios religiosos siguen mermando las facultades propias y ajenas  para decidir sobre el cuerpo, la educación, el bien común. Aunque se supone somos una nación laica, nuestros funcionarios participan cotidianamente y en su carácter de representantes públicos, de la vida y los intereses eclesiásticos, como el gobernador de Jalisco, quien se recordará había desviado 90 millones de pesos a beneficio del cardenal Juan Sandoval Iñiguez, para construir un santuario dedicado a los cristeros. Tampoco entrarle al narcotráfico parece ser una forma de alejarse de Dios; en el número 1775  de la revista Proceso podemos leer un reportaje sobre las “narcocapillas” (las cuales de pequeñitas y austeras muchas veces no tienen nada) que florecen en el centro y norte del país, como testimonio de la fe de aquellos que los medios de comunicación nos suelen pintar como “criminales desalmados”. Y a propósito de los personajes creados por los medios de comunicación, Dios sigue saliendo en la televisión, en programas como “La rosa de Guadalupe” y, se cuela aún en películas del cine mexicano que se supone se abren a la posmodernidad, como “La otra familia”, la cual si bien trata sobre familias homoparentales (tema que a la jerarquía católica repugna), incluye  un personaje encarnado por Carmen Salinas, quien se dedica a  rezar por el feliz desenlace de la trama, en su perene papel de devota guadalupana.

Los medios contemporáneos de comunicación no han podido ahogar a Dios, sino que sus supuestos representantes les han sacado provecho, como Juan Pablo II, de quien ya he hablado (ver Contrafirma n.9). Sin los medios, el suyo no podría haber sido el funeral más multitudinario, fastuoso y el mejor difundido que haya disfrutado cadáver humano alguno.  Frente a los despojos de Woytila desfilaron jefes de gobierno y funcionarios de la ONU como nunca se reunieron tantos para enterrar a cualquier otro líder político del mundo en toda la historia. Y por si fuera poco, a partir de los primeros días de Mayo este papa será oficialmente objeto de culto público por los católicos, al elevarlo la Iglesia al rango de beato, frente a los ojos del mundo, en una ceremonia retransmitida a todo el orbe por televisión e internet. Las acusaciones de encubrimiento a sacerdotes pederastas y su indiferencia farisaica hacia los afectados le hicieron a su imagen de santo creada por los medios  lo que el viento a Juárez. Y a propósito, este acto litúrgico es ocasión una vez más para ejemplificar como en pleno siglo XXI los intereses espirituales se anteponen al funcionamiento esperado de nuestro país: el Lic. Calderón, tan pronto recibió la invitación del Vaticano, canceló un viaje de trabajo a Sudamérica para irse a la ceremonia de beatificación del papa Juan Pablo II, donde, “en el nombre del pueblo de México”, va a poner  las rodillas en el suelo para venerar la urna enjoyada con los restos putrefactos de tan infame personaje.

 Dios no ha muerto y quizá a nivel colectivo difícilmente lo haga. Parecería que los seres humanos, arrojados a la existencia y huérfanos en un mundo incomprensible e intolerable, marcados por el dolor y la muerte,  siempre desearán  la existencia de alguien que garantice que hay un fin último, que no hay muerte, que el dolor es superable o comprensible. Y aún luchar contra la idea de Dios como algunos ateos militantes creen hacerlo, no es más que vivir aún en relación a  él. 
Últimamente he reflexionado mucho sobre la posibilidad de un mundo sin dioses; esta idea me parece ahora quimérica y tan inalcanzable como el cielo y el infierno. A pesar de la labor crítica de la ciencia, la filosofía, el psicoanálisis y otros saberes y dispositivos; aún a pesar de los avances de lo que llamamos “civilización”, la necesidad de dioses (tan ligada al desvalimiento, a la necesidad de leyes, de orden, de amos, de control) seguirá reeditándose en cada nuevo nacimiento que arroje a este mundo inhóspito más pequeños homo sapiens.

En todo caso, desprenderse de Dios, si acaso es posible, es una labor personal, un esfuerzo titánico, en muchos aspectos solitario y difícil de sostener. Al final de cuentas, nada nos garantiza la existencia o la inexistencia de Dios, pero lo que es concreto como el cuerpo humano, es el rosario de consecuencias muchas veces terribles, que la idea de Dios ha tenido en nuestro  mundo, conviviendo pacíficamente con  las más loables. 

Moisés Hernández, Filósofo


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