Durante muchas décadas los maestros fueron figuras respetables y respetadas en la sociedad. Se les consideró personas capaces, comprometidas con el desarrollo, responsables, honorables y en suma, modelos a seguir por parte de los diversos sectores de la población. Sin embargo, desde hace un par de décadas la imagen del maestro ha sufrido un creciente deterioro, tanto por los ataques sistemáticos de la prensa como por los resultados educativos cada vez más desastrosos y también más conocidos por todos.
Ante esto, no podemos sino preguntarnos: ¿A dónde fueron los buenos maestros? ¿Qué pasó con ellos? Para responder a esta pregunta me valdré de una analogía que con frecuencia utilizan los detractores del magisterio: compararlos con los médicos. Si a un médico incompetente no se le permite atender pacientes, en virtud del daño que puede causar –dicen– ¿por qué se le permite ejercer a un mal maestro a sabiendas de que pone en riesgo la formación y por ende el futuro de los alumnos?
Abundaré en ello con la intención explícita de refutar los mecanismos argumentativos que se esgrimen frecuentemente para desvalorar la figura del maestro. En este sentido, si el lector tiene por sí una mala imagen del maestro y no está dispuesto a cuestionarla, tal vez este sea el momento de suspender la lectura.
Dado que el lector sigue mis palabras continuaré con una pregunta: ¿Podemos considerar que si la mayoría de los pacientes de un médico mueren, es un mal médico? Es probable que la primera respuesta que se nos ocurra sea afirmativa. Sin embargo, los médicos oncólogos tienen una alta tasa de mortalidad entre la población que atienden. Más aún, hace algunos años escuché que cierto médico cirujano que ejercía su labor en un hospital de la localidad era conocido como el “doctor muerte” debido a que una gran cantidad de los pacientes que intervenía quirúrgicamente fallecían. No obstante, el médico al que me refiero era muy respetado entre su comunidad, en virtud de que la causa de sus fatales resultados no obedecía a su incompetencia profesional, sino por el contrario, a que era uno de los pocos galenos dispuesto a intentar la recuperación de su paciente a pesar de la poca probabilidad de éxito.
¿Y si el paciente no toma el medicamento? ¿Y si el médico no cuenta con el equipo necesario para ejercer su función: equipo diagnóstico, material de curación, estudios de laboratorio? De la misma manera, muchos maestros continúan en su intento de educar a sus alumnos a pesar de las condiciones en que éste último llega a las aulas. A veces, sin las condiciones mínimas necesarias para acceder al conocimiento, sin la intención de aprender, sin esperanzas de que la educación le servirá para mejorar su vida futura, sin las condiciones sociales y familiares necesarias para el estudio. ¿Son éstos malos maestros?
A la pregunta inicial “¿A dónde fueron los buenos maestros?” yo responderé: siguen en las aulas. No pretendo que esta –excesivamente– breve reflexión haya cambiado la forma de pensar de un solo lector. No aspiro a tanto. Todos podemos evocar con facilidad a muchos maestros que se alejan radicalmente de la analogía del “doctor muerte”, pero también se encuentran en nuestra memoria los que siguen intentando salvar la vida de sus alumnos, a pesar de que saben de antemano que llegaron a la escuela prácticamente desahuciados.
Miguel Escalante
No hay comentarios:
Publicar un comentario