miércoles, 11 de agosto de 2010

Pederastia y seducción

Los meses recientes hemos sido testigos de una serie de escándalos al interior de la  Iglesia Católica, a causa de los probados actos pederastas de algunos de sus sacerdotes. El asunto ha tomado dimensiones tales que recientemente han renunciado seis obispos (cuatro irlandeses, un  noruego y un belga), al aceptar su responsabilidad en la comisión o encubrimiento de estos actos.
Del total de los casos que han salido a la luz pública, una sorprendente mayoría (un estimado de 90%) han sido cometidos con varones, cuyas edades oscilan entre 11 y 17 años. Esto debería despertar nuestra curiosidad. No basta afirmar que el celibato en sí mismo es el problema, o considerar con el cardenal Tarsicio Bertone  que los actos pederastas son cometidos por una minoría de  religiosos con “tendencias homosexuales”. Estas explicaciones lineales (A + B= C), aunque parezcan sostenerse por los datos duros que arroja la realidad, no hacen más que parcializarla y ocultarnos otras posibilidades de interpretación. 
Un estudio a profundidad del tema implicaría poner en diálogo una serie de disciplinas: historia, filosofía, psicología social, psicoanálisis, política, teoría queer, semiótica, antropología  y aún estética e historia del arte,  lo cual excedería estas  breves líneas, pero quisiera al menos poner sobre la mesa un aspecto que me parece relevante.
Durante siglos la transmisión de saberes iniciáticos o ciertas formas de autoridad, han implicado el modelo discipular. Así, tanto pedagogos, filósofos, curanderos y religiosos han requerido atraer hacía sí a otros, que vendrán a ser cercanos al maestro, para ser formados y perpetuar así la experiencia que ofrecen al mundo. El cristianismo no ha sido diferente, Jesús habría escogido entre sus discípulos a los doce llamados “apóstoles”, sus hombres de confianza (uno de ellos, Juan, “el discípulo amado”), a los cuales transmitió “los secretos del reino” y a su muerte fueron ellos quienes se ocuparon de organizar y acrecentar la comunidad.
Esta transmisión discipular está de hecho marcada por Eros, como lo muestran explícitamente los diálogos de Sócrates y el Banquete de Platón: un hombre barbado (erastés, amante) y un jovencito (erómenos, amado) entablaban una relación amorosa, que buscaba convertir al muchacho en un militar valeroso, iniciarlo a la vida filosófica o simplemente cultivarlo como ciudadano de provecho. Como vemos,  no se trata de “homosexualidad” en el sentido moderno del término; es probable que ni siquiera hubiese relaciones sexuales (en el Banquete, Sócrates rechaza al bello Alcibíades).
Sigmund Freud nos ha indicado que la sexualidad puede sublimarse, convertirse en creación intelectual, artística, espiritual. La educación, la filosofía, la religión  y todas las creaciones humanas, serían una forma de sublimación, de metamorfosis de lo puramente biológico en cultura. El discipulado pone esto en escena.
Ahora bien, este modelo discipular en el cristianismo, seguiría operando: el llamado a la vida religiosa no ocurre  porque una persona vea un anuncio en la tv o el periódico, sino porque alguien, con su vida y su testimonio le ha conmocionado. La promoción vocacional se da entre los jovencitos de la parroquia, sobre todo entre aquellos más cercanos al servicio del altar (como los monaguillos), gracias a la cercanía de los ministros religiosos, quienes favorecen el contacto con ellos, practican deportes juntos, ríen, charlan, tienen intimidad emocional. Que en algunos casos esto se traduzca en intercambios carnales no hace más que recordarnos que este llamado, por más espiritual que aparente ser, es en el fondo una forma de seducción.

Moisés Hernández

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