miércoles, 11 de agosto de 2010

Robar la muerte

No era el primer muerto con quien me pedían ayuda para amortajar; muchas veces había apoyado a las enfermeras en el aburrido ritual de rellenar orificios con algodón, vestir y envolver en sábanas a un paciente para el cual la ciencia médica no tuvo más para ofrecer. Sin embargo, esa tarde en “terapia intensiva”, quedé atónito: por primera vez perdí el aplomo frente a un cuerpo sin vida. Vestí guantes de látex, bata quirúrgica, gorro, cubre boca y una faja lumbar, dispuesto, como tantas otras ocasiones y frente a tantos otros pacientes (en muy malas condiciones médicas), a disponer un cuerpo en condiciones para entregar a la funeraria. Al ver aquel bulto informe, amasijo de carne, plástico y electrodos, mi temple laboral de indiferencia y desenfado, se vino abajo. Cuando se trabaja por años en un hospital, es necesario desarrollar esa peculiar actitud frente a los enfermos y la muerte de otros: en medio de las peores escenas mórbidas, enfermeras, médicos y camilleros, suelen conservar un clima privado de cómica frivolidad y camaradería. Sin ello, el sufrimiento ajeno permearía la vida toda del personal y les impediría realizar las maniobras cuasi inhumanas indispensables para mantener un cuerpo con vida más allá del tiempo que la naturaleza y el destino, le han regalado al hombre.

Aquel bulto había sido forzado a respirar y funcionar fisiológicamente (no mejor que un hongo o una planta) dos semanas después de  quemarse en una explosión que lo abrazó por completo, no tenía región intacta. Ventilador mecánico para respirar, catéteres intravenosos, colostomías, sonda vesical y naso gástrica, monitores de temperatura, tensión arterial, ritmo cardiaco, amén de un tremendo arsenal de fármacos, mantenían en aquel desdichado algo semejante a la vida. No se bien cómo, pudimos alistar al difunto y mi turno terminó sombrío a las dos en punto.   

La medicina contemporánea me parece ahora como uno de esos dones peligrosos que los antiguos dioses obsequiaban a los hombres: A Tiresias y Edipo la clarividencia a cambio de sus ojos, a Hércules la fuerza a cambio de la cordura, para Sísifo la astucia y la vida eterna a cambio del conocido castigo de empujar ad infinitum una roca.
Los consabidos avances en la medicina, ciertamente prodigiosos, fecundan la humana fantasía de la invulnerabilidad; es sabido que una de las actitudes de quienes realizan conductas nocivas para la salud, es la insensata confianza de que podrán ser curados por la ciencia. No menos común es la creencia en quienes tienen sexo sin protección, de que pronto será inventada una vacuna contra el VIH.

Hace poco leí un par de capítulos del libro “Historia de la muerte en occidente” de Philippe Ariès, El autor analiza el cambio de actitudes y valores de las civilizaciones contemporáneas frente al fenómeno inevitable de la muerte. Al contrario de lo que ocurría en el “mundo civilizado” hace dos siglos, actualmente existe desesperación y angustia frente al hecho ineludible, las civilizaciones han medicalizado la muerte al grado en que es posible vivir cotidianamente sin haber visto morir a alguien nunca: se muere en el hospital, solo, ya no más en la alcoba rodeado de familiares. Trágicamente, la medicina moderna, con sus promesas de vida a toda costa, también promueve sentimientos de repulsión y angustia ante lo inevitable: nos ha robado la muerte. ¿No es frente a la convicción del límite cuando podemos apurar la vida? Mientras soñamos con la inmortalidad vamos desperdiciando el tiempo. Sólo quien sabe que va a morir se apresura a vivir. 

Angel Pereyra

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