domingo, 7 de noviembre de 2010

Deseo, drogas y más allá

Es habitual alarmarse un poco cuando alguien cercano, o nosotros mismos, comienza a beber de más y con frecuencia. Social y médicamente suele haber persecución sobre aquel quien abusa del alcohol: se le llama adicto, es señalado, diagnosticado y bombardeado por diversas buenas personas preocupadas por su salud. Se quiere curarlo o liberarlo de su enfermedad: el alcoholismo.  Y el sujeto ¿quiere ser curado?, ¿es su “bebe” algo a ser curado en el mismo sentido en el que lo es la salmonelosis o la apendicitis?, ¿qué relación establece el sujeto con su bebida -una relación intensa ciertamente-?
Una sustancia química o natural por sí sola no hace adicto a nadie, ni su consumo per se; es preciso el continuo consumo y la subsecuente obtención del placer propio de cada producto. Las campañas contra el alcoholismo y la drogadicción apelan a la razón o a la culpabilización del consumidor haciéndole el inventario de las nefastas consecuencias orgánicas  (enfermedades sistémicas, susceptibilidad a infecciones, falla renal, cardiaca, etc., etc., etc.) y familiares (abandono, divorcios, división, repudio de los hijos, etc.) de su “enfermedad”, sin embargo, frecuentemente fallan en su cometido. No basta con informar a alguien sobre las consecuencias de sus actos para cambiar su comportamiento, la inteligencia y la razón no rivalizan con el tremendo arrastre que posee el placer obtenido por el consumo de sustancias estimulantes; no es difícil constatar que muchas personas consumidoras de drogas conocen a la perfección las consecuencias negativas de sus actos y aún así continúan y continúan. Lo mismo ocurre con muchos enfermos de diabetes: saben lo estricto de su dieta y no pueden dejar de tomar refresco de cola, pan dulce y demás. Los médicos internistas ven frecuentemente casos de personas que reingresan constantemente por tomar “unas cuantas cervecitas” cuando padecen cirrosis hepática, por ejemplo. 
Para comprender estos comportamientos humanos es necesario establecer un hecho: fumar, beber, comer  y  drogarse son placenteros. Estas acciones humanas conciernen al cuerpo, a la dimensión aquella en donde el sujeto se compromete en un lazo erótico en el cual el cuerpo gozante se pone en juego, se apuesta con él y se usufructúa: ganancia y pérdida de placer. Así las cosa, notamos como quedan excluidos el pensar, la cognición y la voluntad del vínculo erótico del sujeto con su objeto-sustancia; persuadir a alguien de dejar el alcohol o las drogas, si se insiste en ello, no es cosa fácil si se trabaja en la ingenuidad, en la buena voluntad o, peo aún, por el bien del sujeto. De cualquier modo no es fácil.
Eros (ερως) ha sido mal comprendido en las tradiciones literarias y culturales occidentales puesto que suele confundirse con amor (love, amour, Liebe). La imprecisión en el uso de estos términos, a más de mostrar falta de rigor en el pensamiento, refleja un equívoco original proveniente de la censura e inconmensurabilidad de ambos términos por parte de los escritores cristianos. No faltan inexactitudes y ambigüedades a la hora de establecer cuándo, dónde y quien o quienes escribieron los evangelios, el documento más antiguo conocido es el papiro p77 que contiene nueve versículos de una copia del evangelio de Mateo y ha sido datado cerca del año 200 D. C. y está escrito en griego. No se tienen hallazgos de documentos anteriores ni mucho menos escritos en otra lengua. Fue Jerónimo (San Jerónimo) en el año 382 quien comenzó a traducir del griego al latín (Vulgata) los evangelios y los terminó en el 405.
La influencia que la literatura cristiana tuvo en occidente a través del imperio romano primero, y posteriormente con la iglesia católica, favoreció la imprecisión e incomprensión de toda una zona de experiencia conocida por el mundo griego mediante la palabra ερως. En lugar de ella, los evangelistas optaron por el uso de las palabras agape (αγαπη) y filia (φιλια) para referirse a formas de Ser que no corresponden con la vivencia griega. Agape suele traducirse como “amar” pero en el sentido de “acoger con cariño” desinteresadamente y también caridad; suele referirse al hecho de amar a dios (αγαπησεις Ѳεον). Por otro lado, filia es claramente un afecto que puede ir o no acompañado de atracción física y en forma sustantiva el castellano vierte como “amistad”, en todo caso, se infiere un matiz de “gusto”, “afición”, “interés”, tal como ocurre en la palabra φιλοσοφια (philosophía): se dice de quien está en amistad, tiene el gusto por, siente interés por… la sabiduría.
Eros en cambio, alude a otra cosa. Una feliz traducción al castellano sería deseo, aunque, habría que diferenciarlo de “anhelo”, eros refiere mucho mejor a “deseo sexual”. Aquí la definición que da Sócrates en el Fedro de Eros:
“El deseo irracional que domina la opinión que se tiene de lo recto, que se deja llevar hacia el placer de la belleza, y que se encuentra fuertemente reforzado por otros deseos semejantes a él relativos al cuerpo […], tomando su nombre de su propia fuerza, se llamó Eros.”
Así las vivencias eróticas son aquellas en dónde el sujeto (principalmente su cuerpo) se halla en estado deseante: buscando activamente aquello que cree podrá completarlo, satisfacerlo acaso. Nadie busca aquello que posee, en todo caso lo hace para poseer más (lo cual evidencía de nuevo su carencia): buscamos (deseamos) lo que nos falta y, en el horizonte de los objetos  (reales o fantaseados) supuestamente capaces de satisfacernos, el “adicto” sitúa su preciada sustancia.
 Pero no sólo quien desea alcohol o drogas, sino también el amante pone allí a su amada (o amado), el emprendedor a su “amada” empresa, el artista su obra… es decir, en toda búsqueda apasionada por hallar ese objeto enigmático que nos completaría (ese oscuro objeto del deseo, Luis Buñuel) actúa Eros.
Finalmente; la droga con sus artilugios químicos no basta para crear una adicción, es preciso que, tras varias experiencias placenteras, el sujeto comience a necesitarla, a no poder abandonarla (así como no se abandona fácilmente a un amante). Jesús Martínez Malo es mucho más claro en su artículo del número 5 de Me cayó el veinte: “[Necesidad de gozar con la sustancia] Goce mortífero […] goce a cualquier costo, sin ningún límite, obtenido a cualquier precio, incluyendo el riesgo de la muerte (¿qué es sino una “sobredosis” mortal producida, digamos por heroína o barbitúricos, en la que el cuerpo llegó y sobrepasó el límite permitido al goce?)” El goce implica un límite, uno que es vulnerable en el conocido “pasón” o tolerancia: la necesidad de consumir cada vez más producto para producir el mismo efecto. El más allá  es para los muertos.

Angel Pereyra

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