domingo, 7 de noviembre de 2010

El fracaso de un suicida

Cuando yo me muera no quiero homenajes, ni que nadie diga, "ay, que bueno fue".


Fue mi primer contacto con la muerte, con la idea de mi propio cuerpo bajando en un ataúd a la oscuridad definitiva, lejos de todo, sin creer en la inmortalidad ni en Dios; la soledad absoluta. Nunca he llorado tan tristemente como ese día que descubrí: todos vamos a morir; también los niños y los bebés que aprenden a caminar y se meten, jugando, debajo de las llantas de los coches.
A los quince años intenté mi primer suicidio (¿el primero?) tragando todas las pastillas que encontré en el botiquín del baño mientras escuchaba ese himno generacional: “Mátenme porque me muero”, una y otra vez, sin saber cuál era mi “enfermedad incurable”. Hasta quedar entre la vigilia y el sueño con la incertidumbre si amanecería, sin haber escrito una carta de despedida:
“Cúlpese al mundo de mi muerte, a la escuela reprobada, a los padres que se aman sobre todas las cosas (aunque luego resulte que no) al hermano Caín, a la prima muerta, a la soledad…”
Aparecería mi cadáver en un cuarto de azotea, que era el mío, joven y bello como lo quería Jim Morrison: Nadie sale vivo de aquí. Y mi madre se arrepentiría por regañarme cuando vomité en el lavabo del baño de abajo, pidiendo ayuda… Pero desperté y ya no quise vivir allí, dejé el teléfono cortado, repetí tercero de secundaria y cambié a mi novia: madre y señora, por una quinceañera que me inició en los placeres carnales, en el eros.
La verdad nunca pensé vivir mucho, me gustaba la idea del novelista checo Milán Kundera: cada quien debería poder cargar una dosis mortal de veneno para tomarla en el momento que se te dé la gana.  Sin embargo, ya en mis años 30 llegaron dos niñas a pedirme: “No te mueras nunca, papá”, y dentro de lo posible les he prometido llegar a viejito, aunque a veces piense como Miguel Ríos:
“Qué difícil se me hace mantenerme en este viaje / sin saber a dónde voy en realidad / si es de ida o de vuelta / si volver es una forma de llegar.”
Ahora me guía el oscuro deseo de contradecir mi epígrafe, bueno, el del cantante de El Personal, quien se sabía portador del VIH:
“Cuando yo me muera quiero  homenajes y que todos digan, ay, qué bueno fui”.
Pues, como plantea el psicoanálisis, denegación (acción y efecto de no conceder lo que se pide) es ley.

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