En este artículo subrayo un rasgo presentado por cada acto suicida: el suicidio es una forma de morir, es una vía para que la muerte se haga visible en nuestras vidas. Ese trazo desata entre los sobrevivientes un monto de tristeza de bastas dimensiones, tristeza que inicia o acompaña al duelo, sea cual sea la causa de la muerte. Un suicidio nos afecta, pues implica una muerte y con ella, la desaparición de un semejante, es la muerte de una parte de sí mismo que está en el “exterior” o que viene del “exterior”. ¿Cuál?...
Un ser enloquecido está en cierta forma muerto porque no participa de lo que nosotros consideramos como vida: la comunicación, el amor, el placer, el trabajo. De cierto modo es un objeto, su cuerpo no existe aunque se mueva. Está sumido en el silencio aunque hable, porque dice cosas que nadie comprende. Los muertos no hablan y los locos tampoco lo hacen porque nadie los entiende.
Acallados, Martha Pacheco, pintora, Guadalajara, junio, 1994[1].
Estim@dos lect@res propongo localizar un trazo del acto suicida: cada suicidio es una forma de morir que hace presente la muerte para cada sobreviviente. Esa huella despliega entre los sobrevivientes, en ocasiones: un monto de tristeza, desgano y fatiga, ausencia de actividad sexual que acompañan al duelo, sea cual sea la causa de la muerte.
Un suicidio nos afecta, implica una muerte, y con ella, la desaparición de un semejante. Es la muerte de una parte de sí mismo que está en el “exterior”: el adiós a la vida de un ser querido o inclusive de un ajeno ¿Cuál parte de sí mismo? Conviene subrayar este trazo pues en la actualidad, a veces, las “teorías psi…” añaden leña a la caldera de la victimología. Esa teorías le añaden al dolor de una muerte los supuestos “efectos traumáticos” que atribuyen a quienes viven una pérdida ¿Será poco el dolor de quien lo vive que el mundo “psi” propone sumarle más “traumas”? ¿Quién decide que las “víctimas” de una inundación, de la caída de un edificio, de un terremoto o del incendio de un local de baile tienen que recibir atención “psicológica”, “psicoanalítica”, “psiquiátrica”, “psicoterapéutica”? ¿Cómo es que se obliga a esas personas a recibir tratamiento de forma obligada?
Veamos, según el Taller de Primeros Auxilios Psicológicos, Facultad de Psicología, UNAM, México, DF, se dibuja el siguiente cuadro: El impacto psicológico que enfrentan damnificados de huracanes, sismos, explosiones en grandes ciudades o víctimas de violencia social se puede tratar de inmediato para evitar traumas posteriores (Periódico Reforma, México, DF, 16/07/2005).
El dolor que, quizás y sólo quizás, experimenten los sobrevivientes por esa forma de la muerte es un hecho sólo si ellos así lo viven ¿Cuál es el tiempo para ese dolor? Allí estamos ante un dolor fuera de la urgencia, ese dolor en ocasiones perdura toda una vida. Peor aún, perdura más si se le exige ser breve y pasar a otra cosa.
El suicidio es una pérdida absoluta de una persona que se lleva algo con ella. Es, no es seca ni tampoco es húmeda. La humedad, la sequedad, el tono seco lo muestran aquellos que sobreviven a esa muerte al quedar afectados por ella. Convendría notar que no es obligatorio para nadie estar afectado por la noticia de una muerte. Los deudos de una persona que fallece, sea por suicidio, sea por causa “natural”, muestran una forma singular de darle cuerpo al desaparecido: en este sentido pueden tomarse los informes médicos que indican el aumento de trastornos corporales en los sobrevivientes que mantienen un lazo hecho por el deseo con una muerte a causa del suicidio. El suicidio y la muerte “natural” nos recuerdan algo de lo que no queremos saber nada: estamos hechos para la muerte. Ella nos espera sin que podamos saber cuándo pasará a buscarnos. El suicida tampoco controla la vida, por eso se suicida. Su preparación o planificación no implica tener un control sobre la vida y la muerte, el suicida carece de opción, no elige lo que hace. El suicidio pone en tela de juicio el control de su “vida”. Una demostración de ausencia del dominio son los suicidios fracasados.
Suicidio: filosofía, poesía
Erasmo de Rotterdam en Elogio de la locura menciona a Quirón que, pudiendo disfrutar de la vida y de la inmortalidad, prefirió la muerte. Nietzsche indicó la tragedia del asno que sucumbe ante una pesada carga. ¿Quién puede obligarlo a soportarla? ¿Quién logrará convencerlo de que su muerte sería una “puerta falsa del narcisismo” ante el peso que lo agobia?
Estos filósofos mostraban la extraña articulación entre suicidarse y tener un saber respecto de la vida: ella no vale nada. De la boca de los sabios –los que algo saben- han salido palabras llenas de dudas, plenas de melancolía, de cansancio de la vida, de resistencia contra la vida. Freud, en Más allá del principio del placer no retrocedió un ápice y escribió: La meta de toda vida es la muerte, y, retrospectivamente: lo inanimado estuvo ahí antes que lo vivo. Lacan, un poco más sutil y más incisivo, no dejó de subrayar la neotenia, la incompletud corporal, que acecha a cada humano. Lacan no dudo en colocar el acto analítico como la posibilidad de efectuar un suicidio del objeto a efectos de que el analizante viva una vida vivible.
Enrique Santos Discépolo, poeta surrealista y autor de tangos describía con atinada pertinencia la queja que afecta nuestra vida: ¿Cómo olvidarte en esta queja…?/En tu mezcla milagrosa de sabihondos y suicidas/yo aprendí filosofía…dados…timba/ y la poesía cruel/ de no pensar más en mí. El poeta anuda suicidio con sabiduría ¿Qué saber está en juego en un suicidio logrado? Más aún ¿Estaremos dispuestos a recibir el saber que nos concierne ante el suicidio de un ser querido? ¿Cuál es la cifra ignorada que nuestros suicidas nos dejan como herencia?
[1] “Acallados”, es el texto que acompañó la exposición de Martha Pacheco, pintora, Guadalajara, México. Son retratos de los cuerpos abandonados en el Semefo –la morgue- de la ciudad de Guadalajara, Jalisco. Ella añade: “Estos cuadros quizá no serán adquiridos para colocarse en la sala de estar de alguna casa”.
Alberto Sladogna
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