Cristiano que hoy me pisas / detente a considerar, / que has de venir a parar / a ser como yo: cenizas.
Así reza el epitafio de una lápida que halla (y pisa) todo aquel que entra por la puerta frontal de la nave del Evangelio, en la Basílica de San Francisco de Asís de la Habana. Recordatorio que hoy día cuando la muerte es un tabú, espanta a muchos por su “morbosidad”. Pero si lo enmarcamos en su momento, época del Barroco, en que el tema de la muerte, el memento mori y la vanitas mundi llenan la espiritualidad y la vida cotidiana, no nos resulta tan llamativo. Incluso lo veríamos normal, tanto como hoy leemos un reportaje sobre sexo o belleza, impensables en la época de nuestro difunto, dispuesto a ser hollado por miles de pies, con tal de darnos su mensaje: “vanidad de vanidades, todo es vanidad”.
El tema de lo pasajero de los placeres y constante acecho de la muerte no pasó desapercibido en el arte de la época. La Iglesia, consciente desde hacía siglos de la importancia de las representaciones gráficas a la hora de trasmitir un mensaje, no tardó en procurar que la vanidad del mundo entrara por los ojos de los fieles. Vamos, que si alguien descubrió hace siglos y de forma masiva al mundo occidental que “una imagen vale más que mil palabras” fue precisamente la Iglesia.
Calaveras, relojes de arena, balanzas, espejos, flagelos y demás elementos relacionados con la vida cotidiana y su volatilidad comienzan a aparecer en las representaciones de santos. San Francisco de Asís o la Magdalena no se desharán jamás de un cráneo, hasta hoy en día. San Onofre o Santa Margarita de Hungría llevarán su corona a los pies, demostrando que la fuga mundi les ha dado la gloria y la santidad. Pero más allá se fue: la vanitas mundi llegó a tener su representación propia: un acechante esqueleto, rodeado de bolsas de dinero, armas, libros, instrumentos científicos, etc. Y en la mano una amenazante guadaña, recordando que los logros de este mundo eran nada y que en cualquier momento podían sernos arrebatados... y que entonces sólo contarían las virtudes y la santidad. Es por ello que una cruz solía coronar semejantes representaciones.
Un ejemplo es una pintura de Juan Valdés Leal, pintor del siglo XVII conocida como in ictu oculi por el texto que aparece en la parte superior de la misma: En esta bella a la par que inquietante pintura, un esqueleto de aspecto frágil, pero con una presencia imponente invade la escena, llenándola. En un excelente trazado pictórico y ejercicio de equilibrio, la muerte posa su pie sobre un orbe, casi rozándolo, y este es el mensaje principal: ella llega a todo y a todos. Parece irrumpir de pronto, desde un lateral, con lo que se nos trasmite otro mensaje: aparece en cualquier momento. Y, ¿entonces? ¿en qué se convierten la sabiduría, la belleza, los blasones o los actos heroicos? Pues en un amasijo de trastos, permítaseme emplear esta palabra, amontonados, sin valor ni gloria. Así representa el pintor toda esta vanidad humana, no escapan ni las dignidades eclesiásticas o militares, ni las artes o las ciencias.
No deja de ser curioso cómo el Barroco, que tanto alertó sobre la vanitas mundi fuera quien más boato empleara precisamente para recordarla. Pinturas de gran tamaño, esculturas detallistas y agobiantes en su realismo, y, sobre todo, sepulcros de papas, obispos y nobles. Tal vez inconscientemente se promovía aquello que se pretendía combatir. La vanidad del mundo, sí, pero expresada precisamente en aquel lugar donde menos hacía falta la fastuosidad: la tumba. Sepulturas reales, con la estatua del dueño yaciente u orando, pretendiendo permanecer para siempre mostrando su grandeza. Mausoleos de papas que parecen pequeños palacios. En definitiva, y paradójicamente, verdaderos monumentos a la vanidad, como si la vanitas mundi, considerada un obstáculo para la vida eterna, ya no lo fuera en el momento de la muerte.
Otro ejemplo; tal vez no suficiente son los denominados corposantos, presuntos mártires extraídos de las catacumbas romanas, los cementerios usados por los antiguos cristianos en la época de las persecuciones para esconderse, celebrar los sacramentos y reuniones y, claro, para enterrar a sus muertos. Aunque el traslado de estos cuerpos a iglesias se pueden verificar lo menos desde el siglo IV, con San Dámaso; es en los siglos XVI, XVII cuando se convierte en una moda: religiosos, sacerdotes, o laicos ricos solicitaban a Roma, y obtenían con cierta facilidad, estos cuerpos. O sea, en pleno Barroco (incluso hasta los siglos XVIII y XIX), la exposición de estos cuerpos a la veneración pública reafirma la precedencia de las virtudes y la vida santa a los placeres del mundo, a la vanitas mundi. Es en Europa del Norte, especialmente Alemania, donde esta exposición halla su máximo impacto, con la misma idea de trasmitir lo efímero de la vida y lo que todos seremos un día. Esqueletos ensamblados, vestidos solamente en las “partes pudendas” y toda la osamenta visible. Y otra vez, la paradoja: las joyas y las ricas telas adornan profusamente estos cuerpos, en ocasiones con un aspecto que hoy impresiona aún más que antes: ojos rellenos con piedras preciosas o dientes de oro. Elementos considerados contrarios a la sencillez de vida cristiana, que se emplean precisamente para lo contrario.
Y, para terminar, otra frase, conocida en los ambientes monásticos, que traigo a recordatorio hoy, cuando la muerte parece no existir en nuestras vidas, frenéticas por el ritmo de vida, por la búsqueda del bienestar constante: “Hermano, de la muerte no se escapa, ni el pobre, ni el rey, ni el papa”.
Ramón Rabre
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