La próxima beatificación del fallecido Karol Wojtyla, mejor conocido como Papa Juan Pablo II, no es más que la siguiente etapa de la larga estrategia mercadotécnica que fue su pontificado. Fue tal la importancia de la promoción de su imagen, que el escritor colombiano Fernando Vallejo, quien no le perdona nada a este personaje, contrapone la silenciosa y resignada muerte de los albigenses a manos del ejército de Inocencio III con “el innoble final de Wojtyla, seguido por la prensa carroñera hasta el umbral mismo de la eternidad”.
No es ningún secreto que en su juventud el Papa era aficionado a hacer teatro y mucho de su dominio escénico siguió en práctica durante sus apariciones públicas, multitudinarias y cada vez mejor diseñadas por los encargados de la logística de sus eventos. Valga decir que fue durante su primer viaje internacional a México en calidad de Papa, donde conoció el fenómeno de masas al cual supo sacar provecho en adelante. Jason Berry y Gerald Renner señalan que mucha de las estrategias de culto a la personalidad que se utilizaron en nuestro país durante las visitas Papales eran propias de la Legión de Cristo, la cual ya para entonces era experta en “vender” la figura de Marcial Maciel como “un santo en vida”.
Personalmente puedo decir que estuve presente en 1999 en un encuentro con el Papa en el Estadio Azteca y en 2002 en la misa de canonización del probablemente inexistente indio Juan Diego y la beatificación al día siguiente de Juan Bautista y Jacinto de los Ángeles, presuntos mártires de Cajonos, Oaxaca (¿o tal vez simples traidores que delataron a sus conciudadanos con los dominicos?); ambas ceremonias en la Basílica de Guadalupe. En estos tres eventos pude palpar las dimensiones del fervor que el Papa (y no Cristo a quien decía representar) despertaba en los asistentes, un fervor que no era tan espontáneo, sino que había sido cultivado por los medios de comunicación, los cuales por meses habían taladrado la mente de la población con mensajes sobre el supuesto amor del Papa por la nación a la que visitaría. También en el lugar de la ceremonia había equipos de animación proponiendo porras, vivas y cantos para recibir a Wojtyla, como durante la canonización de Juan Diego, cuando las largas horas de espera a la intemperie en el frio atrio de la basílica fueron meticulosamente distribuidas entre videos, juegos de luces, cantos y dinámicas que tenían como figura central al Papa (y no Cristo, insisto). Así, la aparición del viejito de ropa blanca ante la multitud que estallaba de gozo era simplemente como arrojar un fósforo encendido a un pajar embebido de gasolina. Tampoco es extraño que al final de la ceremonia y después del largo tratamiento sobre la mente de los asistentes, estos recogieran ansiosamente las virutas teñidas con las que se formaron los tapetes multicolores que adornaron el paso del papamóvil.
Las aclamaciones de “santo súbito” durante los funerales de Juan Pablo II y su próxima beatificación, ¿no son el testimonio de una fascinación irracional por su persona? Se trata a mi modo de ver, de una exitosa labor de construcción de una “apariencia de santidad”, tan bien trabajada y durante tanto tiempo (el suyo fue el segundo pontificado más largo de la historia), que por un lado apresuró su camino hacia los altares (a pesar de que el derecho canónico exige que pasen al menos 5 años desde la muerte del candidato a santo para iniciar un proceso de canonización, el cual puede durar incluso siglos) y, por otra parte, se ha impuesto a todas las voces y testimonios en contra de su supuesta bondad: su censura y persecución contra los teólogos de la liberación, su amistad con Marcial Maciel a quien elogió, impulsó y protegió, sus políticas de encubrimiento a los casos de sacerdotes pederastas que anteponen la buena imagen de la Iglesia al bienestar de la infancia, entre otras linduras.
Juan Pablo II supo vender muy bien su imagen, tan bien que ahora instalado en los altares seguirá siendo un elemento fundamental en la mercadotecnia del Vaticano. Y seguramente sus estampitas también venderán muy bien, tanto que en la Catedral Metropolitana de México ya están pensando dónde instalar el altar al nuevo beato, con aquello de que al Cardenal Norberto Rivera ni le gusta el dinero.
Quizá no sea tan desatinado que la reportera Valentina Alazraki titulara su libro sobre el pontificado de Karol Wojtyla “La luz eterna de Juan Pablo II”. Solamente hay que subrayar que esa luz no es sobrenatural sino simples reflectores, uno de ellos Televisa, el cual ella misma operaba en su calidad de enviada especial al Vaticano.
Moisés Hernández, Filósofo
No hay comentarios:
Publicar un comentario